jueves, 23 de junio de 2011

La Televisión y la No Televisión.




Una estrategia de marca y mercadeo, generó hace ya casi quince años una percepción de la calidad difícil de superar: No es Tv, es HBO.
La cadena en cuestión, reconocida por ser el más importante cajón televisivo de películas, se la jugó por una tarea que parecía una locura, invertir In House en producciones de alta calidad, reconociendo sus aprendizajes como productora de películas documentales. Hoy en día, es un privilegio tener al menos un paquete del network de HBO, pues su nombre es prenda de garantía en cada uno de sus productos.

Casi por la misma época, nacía en Colombia el primer canal local sin ánimo de lucro, y por supuesto, tenía por locación a la ciudad de los canales, Medellín. Podría especular o citar argumentos verificables sobre su impacto inmediato, pero siempre soy un gustoso de los comentarios de la mejor de las televidentes, mi mamá. Doña Mariela describe esa curiosidad por asomarse a las ventanas y a las nuevas ventanas con una palabra digna de nuestra idiosincrasia: novelería.
El canal me mostraba la ciudad como nunca la había visto. Incluso torcida. De repente aparecieron los jóvenes y esas subculturas que el otro canal, el regional, quizás por lo que mi madre llama mojigatería, no hacía. La única explicación que existía, con toda certeza y conocimiento de causa, era el surgimiento de nuevas formas de contar en imágenes. Entonces llegó Canal U, y las ideas de Telemedellín migraron a otro canal que ofrecía la misma novelería. Puedo decirlo sin temor a equivocarme, fue entonces, en ese mismo momento, cuando el cable, de la mano de EPM, le abrió a mi mamita linda la posibilidad de ver Casa Club y una mejor imagen de Caracol y RCN.
Era 2003 cuando nos dijeron que Canal U estaba en quiebra. Los aportes de las universidades socias no alcanzaban para su transformación hacia la autosostenibilidad, y su tarea como productora nos hizo descuidar la programación. Mientras tanto, Telemedellín era el reflejo de la ciudad de la Alcaldía. Mi madre, mi madre estuvo bien y no sufrió de síncopas cardiacas al ver que esa televisión no le hacía ya ni cosquillas. Mi mamá era franca, “ese programa tan maluco con ese señor tan feo” decía ella. “Yo no entendí de que estaba hablando esa señora, solo que el Museo está gratis”. Es una sabiduría de televidente desde una lógica que aun muchos desprecian. Mi madre, hoy ve todas esas cosas que los señores expertos del Ministerio de Cultura y sus amigos expertos de las universidades bogotanas, llaman de “consumo”. Algunos han reculado en su jerga; en un gesto que vale la pena aplaudirles muchos han confesado su error al decir “la televisión educativa hizo mal la tarea y perdió el año”. Era el resultado de echar carretas sin mirar a quién y por qué.

¿A dónde voy con mi perorata?, muy simple: debemos identificar los bemoles de estas dinámicas para saber que existe un gran abismo entre el ciudadano y sus instituciones. Solo Suso ha tendido un puente, se ha sabido mezclar entre el discurso recreando. Como lo debe hacer la televisión.
Por qué debemos leer esos abismos, porque es nuestra obligación como sociedad civil vigilar por los dineros que se invierten en un servicio público que no usamos. Pero ante todo, porque me molesta oír que este o aquel será el gerente de este o aquel otro canal, cuando el gerente debería ser la ciudad entera o al menos su junta directiva y de socios.
La televisión es esa cosa que vemos, la no televisión es esa que nos mira como corderos descarriados sin valores o juicios de ciudadanía cultural.

Mauricio Velásquez




viernes, 17 de junio de 2011

Breaking Bad: contar historias tiene su ciencia, crear química con el televidente un sentido.





Hay algo de magia en la semiótica que no logra expresarse en la teoría. Es un domingo, hago algunas tareas domésticas. El televisor está encendido, sujeto a esa relación que lo hace un apéndice ruidoso que sirve de compañía. Giro en dirección a la pantalla al escuchar el sonido que produce una piscina. Es una evocación provocativa. Hay un ojo flotando que se escurre por un ducto de succión. Luego aparece un peluche sin un ojo, también flota, pero teñido de un magenta encendido. Sí, no es rojo o granate. Resalta sobre el agua en una piscina en blanco y negro.
No entiendo nada pero mis tareas han sido suspendidas. Tengo una escoba en la mano y un paño para sacudir en el hombro. Estoy atornillado. Hay un cabezote que me recuerda a “Guanina”, mi profesor de química, con el que me repasé la tabla periódica de arriba abajo y de derecha a izquierda. El Bromo y el Bario forman el acróstico, es el inicio de un nuevo capítulo de Breaking Bad.

He oído hablar de la serie y me quedo por curiosidad para ver la siguiente secuencia. Sublime: los resortes de una colchoneta oscilan al compas de una respiración agitada que sugiere un coito. A continuación, Vince Guilligan, el escritor, me corrige. Un tipo trata de darle un masaje cardiaco a una mujer que yace sobre la cama. La imagen es impresionante, caótica, real. Los ojos abiertos de la mujer tienen esa lividez de los muertos que golpean a los que aun respiramos. La mujer no resucita. El joven renuncia. Comienza a llorar a su lado en una impotencia contagiosa. No se contiene, es una actuación que le vale a Aaron Paul su primer Emmy en el 2010 como actor dramático secundario de televisión. Es entonces cuando entra en escena el profesor Walter White. Lo había visto en una escena donde le anuncian que tiene cáncer de pulmón, mientras él no puede dejar de mirar la gota de mostaza que reposa en la bata del médico que le entrega el dictamen. El hombre, rapado, carga a un bebe y contesta su celular con duda, le pide a quien se encuentra en la línea que se calme. Infiero que es el anterior personaje. Claro, hay un cadáver en una cama. Es obvio que tienen una filiación, pero existe una distancia entre ellos. Acto seguido, un hombre con el pelo a ras, idéntico a Walter aparece y limpia la escena preguntando: “¿hay más drogas en la casa?”. Estoy confundido. Intrigado es la palabra, la escoba sigue en mi mano, el paño se ha caído y Jesse está en shock. Es el capítulo final de temporada de la serie. Lo vi todo. Una hora completo, de pie.
Muchas son las cosas que hemos reseñado sobre lo público televisivo, las audiencias y sus dinámicas, los modelos de gestión y las brechas entre la televisión institucional que no invita a los televidentes. Hace unos cuatro años, justo antes de comenzar nuestras maestrías, intuíamos que el meollo estaba en no saber contar historias. Breaking Bad me lo ha ratificado.
Simple, minimalista, contundente y sin aspavientos de otro tipo, como los del policía que amenaza a todo el mundo con una pistola automática para salvar el mundo en 24 horas; o el médico borracho y bonito que se la pasa en una Isla preguntando “por qué”. Breaking Bad es historia pura en su más manifiesta simplicidad. Cuevana.com, el portal que ofrece vistazos sin pay per view, puede deleitarlos con las tres temporadas, donde, por cierto, verán las razones por las cuales Bryan Cranston ha ganado por tres años consecutivos el Emmy y los aplausos de toda la crítica que espera con ansia una cuarta temporada, anticipada por serias transformaciones de los dos personajes principales: Un profesor de química y el estudiante que un buen día decidieron aplicar sus conocimientos para cocinar metanfetamina.
Luego de ver Breaking Bad, me he convencido. El meollo de crear fidelización televisiva está en la filigrana de la escritura. Sin haber descubierto el agua hirviendo, creo que ha sido una mejor posibilidad de análisis autoetnográfico encontrarme en el zapping esta maravillosa novela, que cualquier otro estudio que busque entender por qué el televidente no ve “cierta” televisión de “cierta” utilidad.
Mauricio Velásquez

miércoles, 1 de junio de 2011

El Eco.





Hace mucho tiempo no soy admirador del fútbol colombiano. Si expusiera las largas razones, incluyendo la agresión que sufrí por parte de un hincha del América en 1999, desviaría la intención de estas breves líneas. Pero hoy hablaré de fútbol, y se me enredará la colombianada. Así es la televisión y sus procesos de recepción activa.
Son muchas las veces que se ha intentado determinar los cánones valorativos que analizan el proceso de percepción televisiva. Como lo he dicho en varias oportunidades, ninguno como el de la mediación, por afecto emocional o incluso, por hostilidad manifiesta. Muchos saben que aborrezco la espontánea manifestación del “hinchismo” que producen los equipos que ganan todo. Esa que ocurrió comenzando este milenio con Boca Juniors, convoca hoy en día a los “hinchas del fútbol” con el Barcelona. Confieso que le hice fuerza al Manchester el sábado mientras me mordía la lengua viendo jugar a Mascherano, a Xavi, a Iniesta y claro, al que llaman Lionel. Podrá existir cualquier otro adjetivo que califique la gesta de este club, en eso son expertos los cronistas deportivos cuando llevan al castellano, en tensión máxima, a través de metáforas absurdas; pero la verdad, ese equipo está armado de cuatro enanos que no son jugadores de futbol, son los mejores empleados de una empresa. O quién podría explicar que a un jugador lo devuelvan casi sesenta metros en la cancha, lo pongan en una posición como la de libero, y de repente sea el mejor libero del mundo. El buen trabajador desempeña su trabajo sin importar el puesto y las condiciones. Si repasamos las líneas del equipo nos encontramos con un macizo convaleciente de cáncer que despierta admiración, y un petardo marrullero y “güevero”, como diríamos antaño, que hoy goza de la atención de un “diva” criolla. Aquí volvemos a la televisión. Ese es nuestro asunto.
No hay nada más maravilloso que ponerse una cita con el aparato para ver el espectáculo. Y en Inglaterra, saben casarse y saben de transmisiones de fútbol. La repetición de las patadas de entrenamiento en imágenes lentas ponen hasta el obrero Rooney en la pléyade de los semidioses (como verán, lo del periodismo deportivo es contagioso). La salida de los equipos tiene un protocolo y una etiqueta que más parece un ballet dispuesto para las cámaras. Cada uno de los movimientos de cámara son como los de Chespirito, fríamente calculados. El detalle no obstante de aquella camarita que cuelga traviesa por los aires, desnuda la fragilidad de apreciación del “profe” Carlos Antonio y otros innombrables. La acción del primer gol demuestra que uno de los enanos hace una jugada donde todos, menos Pedro, quedamos imaginando el balón ir para un lado cuando en realidad, Xavi tuerce el pescuezo de aquí para allá sin dar mayores pistas. Aquella camarita demuestra que en el Barcelona trabajan cuatro, y los demás, incluso Villa, son zánganos útiles.
Ese fue el eco que me quedó. La televisión es un deleite para entender como la táctica de llevar un balón de un lado para otro tiene un método practicado en rigor. El Manchester, bueno, al Manchester la agradezco la invitación a haber soñado con detener el aura catalana, que ahora rimbombante, merced de la televisión nacional, se jacta de tener un colombiano adoptivo por salir con una monita que vive en Miami. Así es la televisión, si no generará pasiones no existiría. Si no existiera no veríamos lo que vemos porque simplemente no tendríamos esa maravillosa invitación de sentarnos por un rato, a ver qué. El relato culminó en un detalle en primer plano del momento en el que me muestran el acto donde se graba en el metal, el ganador de la gesta. Es un relato redondo que termina con la pólvora que seguro Alonso nunca verá en Medellín.
Aun embebido de ver jugar a cuatro de los mejores jugadores que jamás haya visto, ayer veía una ola verde que no era política. No entendía para donde iba todo el mundo al ver el estadio apagado. Cuando llegué a mi casa lo supe. Iban a pegarse del televisor, para vivir el ritual de ser fieles fanáticos de un equipo de fútbol. No le presté atención, el fútbol colombiano está en manos de unos productores (me jacto de decir que conozco algunos) que no entienden las estructuras del relato. Tampoco les importa, eso también es lo maravilloso del fenómeno televisivo; el collage de imágenes que sin sentido van para donde el balón vaya, lo único que debe proveer en su contexto informativo es que el uno gane y el otro pierda. Es una colombianada total. Y allí estuvo el nuevo eco, escuchando a los hinchas del Nacional encontré la valida argumentación de que los televidentes somos unos espectadores dramatúrgicos, y que existe un coro que certifica la emoción: el gol.
Me devuelvo de AXN unos cuarenta y cinco canales de un solo botonazo, miro cual es el escandalo de "Pezzuti, Pezzuti" en la calle. Veo a un loco que le dicen "viejo" que grita. Programo el sleep viendo Discovery, y me entrego al masaje electromagnético.


Mauricio V.

http://www.youtube.com/watch?v=ai3721KxRg0