domingo, 6 de noviembre de 2011

De los “doctores” de la Universidad de Macondo.

Hace poco más de un mes, en un mensaje de texto a través de mi celular, me enteraba que no había sido considerada mí propuesta doctoral por el Departamento de ciencia, tecnología e innovación de Colombia. Horas más tarde debatía con otro prescindible, de manera tranquila, sobre esas razones que tratan de paliar la impotencia de saberse prescindible por el rector máximo del pensamiento científico nacional. Entre otras cuestiones, les excusábamos no considerar una investigación cualitativa por su interés irremediable de generar conocimiento científico especializado y maquilado sobre cuestiones más pragmáticas en el terreno de la industria y la alta competitividad tecnológica. De otro lado me preguntaba, obviamente, ¿por qué no es posible considerar el análisis cualitativo de las nuevas audiencias audiovisuales en un intento por hacer de la televisión pública una industria cultural eficaz? A fin de cuentas, también es una industria. La etnografía y otros métodos en eterno debate por su cientificidad serían mis instrumentos con el único ánimo de curar la grieta entre los televidentes y esa supuesta “buena” televisión. Creo que así pensamos los que queremos generar un conocimiento que permita a la sociedad no sólo reflexionar desde el diagnóstico sino además beneficiarse del alcance de sus hallazgos. Sin importar que Colciencias me diera la venia o no, decidí continuar con mi idea de marcharme para ampliar mi conocimiento teórico alrededor de la industria de los medios. Fue entonces cuando vi en las noticias que cuatro periodistas deportivos recibían su doctorado honoris causa por su invaluable labor. Carlos Antonio Vélez, Hernán Peláez, Wbeimar Muñoz e Iván Mejía, hoy son doctores certificados y refrendados por el diploma que así lo confirma. Me parece una especie de inocentada, pero la tradicional celebración está adelantada un mes. Son cerca de las ocho de la noche, y en la pantalla de televisión de una sala de espera en un aeropuerto, en la sección de deportes, nuevamente se comenta la noticia: la Universidad Autónoma del Caribe les ha otorgado el dignísimo título. Al igual que lo hiciera con el excomisionado de televisión Ricardo Galán. Tengo sentimientos encontrados pero quiero encontrar las palabras concretas. Las más justas y precisas, debo atemperar un poco la prosa de la queja para no ser vapuleado por la mala interpretación. Han pasado unos cuatro días. Es hora de desparramarme en el mismo teclado en el que me he dedicado a escribir artículos, tesis, y las reflexiones propias de un académico.

Apegado a las condiciones de las ciencias del lenguaje que permiten comprender los alcances de ciertos conceptos, creo que sería valido asegurar que todos entendemos el concepto honoris causa como una designación del más alto grado, otorgada a personas con cualidades humanas del pensamiento excepcionales. No tendríamos que ser, etimólogos, lingüistas o hermeneutas para aceptarlo. Lo anterior le da pie a la pregunta objeto de este ensayo: cuál es la contribución de los homenajeados para merecer tal imposición. Quisiera que cada uno de ustedes ofreciera su propia especulación. Yo tengo varias, pero mi madre siempre me enseño que el fútbol era un deporte poco caballeroso y de una alta dosis de barbarie dentro y fuera del campo. Sin duda hablaba del fútbol colombiano; y lo digo no por el afán evocador del fútbol extranjero o las desventajas comparativas con otras ligas. Lo digo por su contexto. Por eso, prefiero no ofrecer mis razones.

La irremediable pregunta que se me plantea está en el terreno de mi oficio, donde una serie de competencias y destrezas son evaluadas a través de cierto plan de formación para ser especialista, magister, doctor y postdoctor. Una vez terminamos nuestra formación como profesionales, nos actualizamos en ciertos campos adquiriendo conocimientos. Sin embargo, al final de nuestro proyecto de tesis como futuros Magisters, entendemos que nos encontramos en el camino de producir conocimiento nuevo y relevante a la sociedad. ¿Han producido estos señores un nuevo pensamiento en su oficio? La tercera pregunta la tengo que hacer desde el conocimiento que creía tener sobre los perfiles valorativos del Ministerio de Educación para emitir estas distinciones. ¿puede una universidad otorgar un título honoris causa en un grado que no ofrece? Nuevamente, no debatamos, sólo especulemos a discreción. Necesariamente surge una cuarta pregunta, ¿el Ministerio de Educación Nacional autoriza estos títulos? Y de ser así, ¿por qué?

Quisiera ofrecer una respuesta menos decepcionante, pero en realidad creo que todas las cuestiones que vienen a mi cabeza, y no ofrecidas en este apartado, por respeto, se resumen en una sola cuestión: sólo en un país como Colombia podría pasar todo lo que pasa.

Surgirá en ustedes una quinta pregunta ¿por qué me ofende el homenaje a estos cuatro periodistas deportivos? Y la respuesta es muy simple. Porque paso horas sentado tratando de escudriñar modelos de pensamiento nuevos, analizando posibilidades pedagógicas y nuevas gestiones de procesos para hacer de las destrezas de los estudiantes competencias más cercanas a la industria. Porque me pregunto que influye en una comunidad para determinar su identidad cultural a través de los medios. Porque participo en la probable formulación de nuevas teorías sobre lo que es y no es la neo televisión. En pocas palabras, porque mi oficio es ofrecerle respuestas a la sociedad. Como lo dije anteriormente, no ofreceré mis probables tesis al por qué del título a estos señores, sólo diré lo que ya se puede inferir: su título es no sólo inmerecido sino una muestra irrefutable del clientelismo burdo nacional. Es una afrenta a la academia y una completa irreducción al significado de ser un Doctor.

Por otro lado, qué otra cosa podría esperarse en Colombia. Desde hace bastantes años conocemos a Carlos Antonio como “el profe.” (¿tenía alguna necesidad la Universidad de Macondo de refrendarlo? ) lo cual confirma que en este tropical terruño, cualquiera es Dr.

No hace falta ser médico, abogado o Phd, para que te digan por ahí “Doctor”.

Sigo pensando en mi doctorado, no para que me digan doctor o porque se incremente mi cuenta. Por fortuna hace mucho tiempo sé que son fútiles expectativas. Mi deseo es poder ofrecer una posibilidad de incrementar la eficacia de una academia. ¿necesito de mi doctorado para hacerlo? Infortunadamente sí. Conozco decenas de profesionales que serían mejores catedráticos que los conocidos “piratas” con los que a diario debo convivir, y puedo dar fe que serían mejores formadores por su invaluable conocimiento, pero las instituciones están diseñadas en la “doctoritis”.

Hice mi tarea antes de decir cualquier apretujada opinión, y encontré doce nombres honoris causa otorgados por la Universidad Nacional entre 1946 y el 2009, entre los que se encuentran Fernando Vallejo, Orlando Fals Borda, Alberto Lleras Camargo y Noam Chomsky. ¿Les dice algo alguno de los anteriores nombres? Apuesto que sí, y lo mejor es que sus nombres resuenan sin tener un micrófono como los otros cuatro, cuya única tarea es la de exponer lo absolutamente visible, lógico y lleno de sentido común que hay en el desarrollo de un partido de fútbol.

"De la radio de antaño sólo queda el recuerdo" dijo el Phd Muñoz, que se me permita sugerir un gazapo retórico, pues él mismo hace parte del presente de ese periodismo que se ha repetido por décadas. Si nos referimos a la vernácula sentencia de todo pasado fue mejor, deberíamos darle parte de derrota a la integridad, la ética y los principios. Al final, acepto que a nadie le importará el debate si no se empaca en cientocuarenta caracteres.

martes, 18 de octubre de 2011

La televisión pública y su saludo a la bandera.


Hace algunas semanas, en una entretenida charla, conocí las razones por las cuales un profesor ante la, según él, “andanada de basura televisiva”, era recomendable “apagar el tv y encender el cerebro leyendo un libro”, o “ver televisión pública”. Ante el primero de los argumentos, tengo a mi haber el respeto por entender que no podemos empujar a otros a un contexto ajeno. Ante el segundo, creo que es mi deber como docente del área, plasmar mis apreciaciones sobre eso que llamamos “televisión pública”. Para ello, habrá de ser aclarado que me refiero aquí a lo “público” como aquello que subsidia el Estado, o sus instituciones adscritas, en beneficio de la promoción de la educación y la cultura.

Entendido de esta forma, conviene también explicar que algunos canales de televisión fomentan aquellos discursos de transformación social que tanto bienestar dicen traer a una comunidad. Es decir, la televisión es necesaria como instrumento de formación de sentido sociocultural. Visto así, es aceptable entonces preguntarnos si es posible una categorización de los televidentes de acuerdo a su consumo televisivo, como lo proponen algunos académicos, pues al parecer (según ellos), existen televidentes mejor calificados que otros para ver ciertos programas. La anterior afirmación no es objeto extremo de la ficción, por increíble que parezca, incluso la Comisión Nacional de Televisión llegó a producir y poner al aire un comercial donde se mostraba la puesta en escena de un concurso, cuyo presentador determinaba que existían familias ganadoras y perdedoras de acuerdo a lo que veían en televisión. En un país suficientemente polarizado, la televisión pública de la mano de la academia se atrevió a proponer una nueva taxonomía entre televidentes “brutos” y televidentes “inteligentes”, tal vez, al amparo de novedosas producciones teóricas que introdujeron discursos y postulados sobre el “deber ser del ciudadano”. ¿Es entonces la televisión pública un saludo a la bandera? Mi respuesta es sí categórico.

Partamos de un simple ejercicio de honestidad lúdica. ¿Vemos Señal Colombia? ¿Vemos Zoom Tv? ¿Vemos Canal U? No es objeto de este breve artículo proveer de un resultado sobre el consumo de dichos canales, porque, dicho sea de paso, sabemos que aunque la percepción que poseen algunos televidentes sobre la promoción del folclor, la tradición y la cultura ofrecida por estos canales es favorable, también sabemos que la oferta de sus contenidos les es indiferente. A estas alturas, muchas vestiduras habrán sido rasgadas en defensa de la urgente necesidad de permitir que los televidentes sean actores protagonistas en la gestión del conocimiento que podría ofrecer la televisión pública. Estoy completamente de acuerdo. Pero también hay una distorsión del enfoque. Lo que propongo en adelante es una ecuación cuya validez dejo al escrutinio de ser aceptada; me mueve la hipótesis de ver como algunas comunidades están siendo medio, e indicador de gestión, y no motivo.

Admitamos que toda sociedad necesita de herramientas que permitan el desarrollo educativo y cultural. Sumemos entonces que la orientación de la programación de los canales antes nombrados debe propiciar el encuentro con dichas herramientas. Digamos que la apropiación de las mismas permite la multiplicación de esa nueva ciudadanía cultural referida por Richard Hoggart. Digamos que sí. Ahora, propongamos la discusión ¿Cómo es posible entonces todo esto si los televidentes no consumen los productos de los mencionados canales?

En la respuesta, muchos coincidiremos, “depende del contexto”, pues la mediación de la información no permite que todos accedamos a ciertos textos audiovisuales, como lectores desprevenidos, en las mismas condiciones. ¿Dónde está entonces la grieta?

Cuando comenzamos a rasgar las capas superficiales del fenómeno sociocultural de la televisión pública, encontramos que aunque el síntoma es alarmante, el problema tiene un trasfondo cultural insoslayable. Dicha televisión es subsidiada y ello garantiza que el producto sea elaborado sin importar que tenga un uso y una apropiación, pues su lógica es determinada por el estratégico diseño de espacios sobre políticas administrativas, como en el caso de Teleantioquia y Telemedellín. ¿Ese es nuestro sentido de lo público?

Calculemos por un instante las cifras que puede sustentar la industria de la televisión pública en Colombia, teniendo como base directa, que un canal de interés público, social, educativo y cultural de emisión local sin ánimo de lucro, requiere entre cinco mil y veintitrés mil millones de pesos anuales para su operación.

Calculadora en mano y habiendo contado la totalidad de los canales públicos en el país ¿Han notado ustedes cuánto pagamos los colombianos por un servicio público que no utilizamos y que, al mismo tiempo, es usado como un indicador de política pública?

Hace algunos años, nuestra* inquietud fue trasladada al Consejo Nacional de Política Económica y Social, CONPES, no en términos del despilfarro del erario, sino en virtud de entender qué determina entonces la calidad en el servicio que debe prestarse de conformidad con la Constitución Nacional y la ley 182 de 1995. La respuesta no brindaba una luz al final del túnel. Según la entidad, el Estado entendía como calidad la extensión de la cobertura del espectro electromagnético, es decir, no existe un parámetro que determine la calidad de los formatos y los contenidos ofrecidos, al menos desde el establecimiento de la ley y sus posteriores anotaciones. Esa respuesta nos mostró que el asunto de la televisión pública es una problemática entelequia académica, lo único que sustenta la hipótesis de la buena televisión, son deformaciones inapropiadas del lenguaje como señalar cierta oferta comercial de telebasura.

Definitivamente, existen programas que no están hechos para fomentar ciudadanías culturales o urbanidades. La pregunta que deberíamos hacernos no consiste en caracterizar el uso y la apropiación del dispositivo. Deberíamos preguntarnos cómo aprovechar la interpretación y la domesticación orgánica que ya el ciudadano ha hecho del fenómeno para entender su lógica. Si partiéramos de esa premisa, entenderíamos que una consecuente manera de hacer evidente nuestro verdadero sentido social, debería ser la aceptación de cómo todos hemos asimilado e interpretado los nuevos mecanismos informativos, y que superponer un análisis hermenéutico al asunto es un pleonasmo. La realidad es que la televisión pública no es coherente ni pertinente al contexto, que tan sólo manifiesta una idea parcial y bastante insípida del probable deber ser del ciudadano. Avistar la invitación del Consejo Nacional Privado de Competitividad a acortar las brechas entre oferta y demanda en todas las industrias, es un llamado de atención para entender que mientras muchos se blindaron con estoicismo en contra de alguna corrientes del pensamiento económico, los televidentes asumieron roles y contextualizaron la información basados en el más gaseoso de los derechos: la libertad, aquel oxímoron que esconde la alienación haciéndola pasar por expresión de la elección. El asunto es que mientras algunos, aun debaten sobre las posibilidades de participación democrática en la producción de contenidos y la oferta sociocultural relevante al ciudadano, los televidentes vemos televisión y le damos un sentido de acuerdo a nuestras expectativas.

Determinar los alcances de un fenómeno sociocultural como el televisivo, debe partir de la comprensión del dispositivo; solo así entenderemos que hace parte de una maquinara industrial polisémica. Debemos asimilar que el flujo de la industria nos esté llevando al debate sobre nuestras identidades culturales y por ello debemos avistar los riesgos de la megalomanía sobre lo “glocal”. Para la muestra un botón final.

Hace poco fue levantado el informe Cluster Develpoment para el desarrollo de la industria audiovisual local en Medellín. Su reporte generó sorpresas que no eran del todo novedosas. Determinó que en Medellín existen dos empresas de alto impacto sociocultural desde la tradicional percepción, (Teleantioquia y Telemedellín) pero también detalló que las mismas no son suficientemente tractoras para determinar un norte industrial. En pocas palabras, no existe la esperada competitividad que buscan los consejos nacionales privados o las agremiaciones que quieren darle una dinámica al sector. Esa competitividad debe ser creada en un marco de bienestar social que va más allá de programas que hablan de informes de gestión de esta o aquella Secretaría, o de aquellos “de entrevista” que muestran las nuevas sobrediagnosticaciones de lo que somos. Debemos crear una sinergia disciplinada en la academia audiovisual que envuelva verdaderamente la ciudad en un contexto de justicia social para transformar el lastimero saludo a la bandera social, educativa y cultural.

Mauricio Velásquez

Profesor TC de Comunicación y Lenguajes audiovisuales

Guionista, productor y realizador de televisión.

Investigador de Recepción Activa

*Integrante de El Cajón Te Ve, grupo interdisciplinario de investigación en televisión, sociedad y cultura.

lunes, 25 de julio de 2011

La indiferencia al enfoque



Son varios los estamentos que hacen posible blindar nuestros argumentos. El primero de ellos, es tal vez el que hace posible discernir entre lo moralmente bochornoso y lo éticamente discutible: hemos trabajado por más de trece años para dos canales locales, uno regional y otro nacional; por casi cinco en la academia, para dos universidades privadas y una pública; por casi tres investigando bajo la lupa de un departamento administrativo de ciencia y tecnología y, por cuatro, asesorando el desarrollo de proyectos institucionales. Podríamos decir que conocemos su accionar tanto y de tal forma, que nuestra presencia a algunas personas les resulta incómoda. No es nuestro interés incomodar, ni siquiera inquietar o amenazar sus empleos, nuestro interés va más allá y está del otro lado, del que ocupamos los que vemos la televisión. Sin embargo, hay aquí una paradoja: un televidente desprevenido no entiende que esa televisión, tan necesaria por ofrecer contenidos referidos a palabras pomposamente replicadas por un discurso institucional, hace parte de las organizaciones gubernamentales colombianas viciadas de forma y fondo por nuestra indiferencia.

Pondré un ejemplo concreto. Recientemente, el Estado ha dado muestras de querer detener la metástasis de la corrupción. Han sido descubiertos carruseles, montañas rusas y carros chocones de contratación. En todos lados, ha sido evidente el beneficio particular que se superpone a la sociedad en general. ¿Cómo ha sido posible que nos engañen por años? ¿Por qué reaccionamos con indignación únicamente cuando los medios concentran su agenda en los desfalcos del erario? La razón es muy simple: somos colombianos, y mientras no nos afecte a nosotros o a nuestros familiares en primer y segundo grado de consanguinidad no nos importa.

¿Se han preguntado ustedes cuánto dinero ha invertido la televisión llamada pública desde el desmonte gradual de Inravisión? Sin embargo, es una televisión sin televidentes. Preguntamos nosotros, ¿cuál es entonces el enfoque de una televisión que se produce para no ser consumida? Han pasado casi diez años desde que nos comenzamos a hacer una pregunta tan simple y, podemos decir que, hasta ahora, ninguna satisface la inquietud para compensar el derroche. Yo podría aventurarme a decir una sin haberla escuchado aun, le da trabajo a miles de personas a lo largo del territorio nacional.

Hace unos días, nuevamente, un profesor me preguntaba qué buscamos; algo que para nosotros se ha vuelto tan obvio que comienza a convertirse en una declaración de principios: Justicia Social.

Es muy simple, si el desmonte de Inravisión, ha provocado la generación de una olla de recursos que alimenta los modelos de RTVC, Señal Colombia, el Canal Institucional, Zoom y otras decenas de etcéteras, por qué esa televisión, tan ensalzada en el discurso sociocultural, no ha terminado de alfabetizar, no ha logrado la paz, no ha permitido conocer los programas de Gobierno y no ha sido capaz de mejorar las condiciones de las comunidades menos favorecidas. Es una entelequia que se traga a sus propios expertos.

En ningún momento hemos dicho que la televisión pública deba acabarse, pero sí, someterse al escarnio público por su ineficacia e impertinencia, al fin y al cabo la pagamos con nuestros impuestos y sólo sirve para abultar nuestra oferta en el cable. (Al menos para los que no han eliminado canales como Zoom Tv.)

Como ya lo sabemos, la perorata institucional, promotora de valores, hablará de talleres de formación y apreciación para aprender a ver televisión y distinguir los rasgos de calidad de la misma. Ya replicará en defensa de la formación de públicos y en defensa de una televisión que llaman “inteligente”; ya volverá a decir que si la gente no la ve es porque es “mal” educada y sólo le interesa el entrenamiento light. ¡Pero por supuesto que nos interesa el entretenimiento ligero! Estamos hablando de televisión. ¿Será tan complicado entender que el asunto parte por entender la dinámica del dispositivo?

La televisión pública, si no nos fallan los cálculos, en esta administración, tendrá que rendirnos cuentas claras sin argumentos ornamentales, pues la serie de informes presentados por el Consejo Nacional Privado de Competitividad, y replicado por el actual Presidente de la República continuamente, ofrece un panorama claro a su enfoque: En todas las industrias, incluidas las etiquetadas por algunos ilustrados como “culturales”, aquello que no es consumido, carece de calidad.

Si lo prefieren, hagan ustedes mismos la tarea de analizar la pagina 90 del Plan de Desarrollo de la Televisión 2010-2013, de la hoy en vía de extinción CNTV.


Mauricio V.

miércoles, 13 de julio de 2011

La política de Estado y la política de Gobierno en esto de la Televisión Pública.





Lo que enunciaré en esta breve nota no es un sin sentido gramatical. Lo advierto porque para muchos, el Gobierno y el Estado son la misma cosa. Los colombianos nos hemos criado con una comodidad política que asombra por su indolencia, así que la participación en los cambios estructurales de nuestro modo de vivir, en apariencia no nos resuelve nada. Así hemos vivido desde la republicanización de la nación y, al parecer, nada cambiará.
Con atención hemos seguido el interés de los ICreativos, que desde Bogotá, pretenden remover las fibras sensibles de los directamente implicados en la producción de contenidos audiovisuales, a fin de liberar de la burocracia y la corrupción la televisión conocida como pública en Colombia. Su intención es, más que sana o necesaria, absolutamente pertinente. Ellos, pretenden que la Nueva Ley de Televisión sea una Ley ajustada a las necesidades de un contexto industrial para hacer de este servicio un bien. Allí, comenzamos a excluirnos los televidentes. Si la discusión se enfoca hacia las maneras como debe reformularse el Fondo para el Desarrollo de la Televisión, entonces seguiremos replicando la fórmula de mostrar un aparente interés social cuando en realidad buscamos asegurar nuestro influjo patrimonial. Pensar en sociedad significa pensar el conjunto de dinámicas que envuelven el fenómeno televisivo en su totalidad, de tal manera que su efecto en el mercado redunde en un incremento patrimonial total en términos socioculturales. Lastimosamente, en Colombia, siempre hará trámite sencillo la acción de mostrarse ungido de preocupaciones por un país, en un discurso donde el ciudadano (el verdaderamente usurpado y no el de la colección de comunicaciones de la editorial Norma) es medio y no motivo.
Una verdadera Ley de Televisión debe eliminar el Fondo para el Desarrollo de la Televisión y nuestro argumento es simple: es el mismo Fondo que garantiza la producción de contenidos audiovisuales sin consumo y que promueve y aplaude la pálida tesis de “no importa que no nos vean”. Es simple, la televisión pública es una industria subsidiada sin un enfoque práctico de relevancia y pertinencia, el simple hecho de no regirse por los estatutos del rating, la hace carente de competitividad. Así es, reza por ahí el dicho de muchos Gerentes de canal público: no nos importa la cantidad de televidentes, sabemos que los nuestros son televidentes de calidad.
Ese predicado ha promovido una aceptación lógica porque no existe reflexión en ningún sentido, lógica o aun ilógica. Somos, como dice sabiamente Mary Douglas, ahorradores de energía cognitiva porque “es más sencillo que los esquemas y las dinámicas institucionales se repitan desde sus tradiciones y costumbres operativas, ya que cambiar el rumbo predeterminado exige mayores competencias que complejizan el pensamiento y podrían no cumplir con las expectativas generadas”.
Insistimos, la burocracia en la administración de recursos públicos ha hecho daño en su manera de configurar el servicio, pero es inmarcesible mientras exista un discurso que sustente su intrascendencia. En el fondo, a los únicos que debe preocupar el Fondo, es a la agremiación de canales regionales, quienes usan los recursos del mismo para programas que permiten la suspicacia de su uso en aras del interés público, social, educativo y cultural.
Reiteramos, mientras no exista una política de Estado, la política del “cacique” de gobierno hará mella, incluso en la reflexión.

Mauricio Velásquez

martes, 5 de julio de 2011

La Nueva Ley de Televisión en Colombia.


Comenzaré por citar a mi madre cuando advierte: “estoy contenta con lo que dan en la televisión”.
No hay que ser tremendamente estudioso para entender que está satisfecha con la oferta que posee, pero sí tremendamente ingenuo para catalogarla como mala televidente por el hecho de no ver televisión pública. Son varios los estudios que han demostrado que la oferta de televisión en Colombia satisface la demanda de los televidentes, pues, sin muchos rodeos, es acorde a sus expectativas de entretenimiento.
Convengamos, como lo hemos resaltado antes, en que los televidentes no vemos “esta” o “aquella” televisión, vemos televisión sin distinguir cosas distintas a la emoción que nos ofrece el verlas. Pero, diferenciemos para mayor claridad. Cuál televisión ve mi señora madre: la comercial y la ofrecida por las cadenas del cable; la conocida como “pública”, le resulta compleja en su relato, amañada en su discurso, detestable en su intento por hacerla sentir “maleducada”, inútil para ella y útil para los que la hacen, que en últimas son los únicos televidentes. Puedo dar fe de ello. (En la medida que un canal publico se hace grande y robusto en recursos, contrata más personal, y aumenta televidentes por lógica matemática, pues esos nuevos empleados invitan nuevos televidentes). El éxito en la convocatoria de una canal se sustenta en ese “voz a voz”, pero su grieta está en la imposibilidad de atrapar o seducir televidentes.
No le demos muchas vueltas al asunto, la nueva ley general de televisión debe enfocarse en brindarle mecanismos eficaces a la televisión pública para hacerla competitiva en la industria, para hacerla atractiva en el mercado. Después de años de trabajo, nuestra experiencia como productores y realizadores, académica e investigativa, puede brindar una luz: determinar las reales expectativas del televidente para entender su dinámica y así poder construir instrumentos relevantes y pertinentes de seducción.
Con ello no nos referimos a nuevas sobrediagnosticaciones del mercado; la experiencia nos ha enseñado que, uno, algunos televidentes no son televidentes en un grupo focal desenfocado y, dos, algunos televidentes tienen por buena costumbre y manera, el vicio de ofrecer respuestas políticamente correctas sobre el folclor, el patrimonio y las tradiciones que encierran el discurso hecho a pedazos de instituciones como el Ministerio de Cultura.
Con auscultar las expectativas concretas nos referimos a entender por qué vemos Rosario Tijeras, el Cartel o El Capo sin prohibirlas. Nos referimos a aprender a leer las dinámicas que permite emocionarnos con Jota Mario, el Padre Chucho o También Caerás sin censurarlos desde una engolosinada ilustración. El primer paso que debemos dar es liberarnos de aquellos mal llamados expertos que han indicado cosas sobre el comportamiento de los televidentes frente al televisor. Debemos cerrarle el paso a aquellos que tratando de “educar”, se han puesto por encima de la sociedad sin comprender sus dinámicas.

Punto aparte.
Algún día, en intercambio virtual, discutía con un “respetado” profesor de la Universidad de Antioquia sobre la carencia de emoción en esa televisión pública, social, educativa y cultural. Su respuesta la encontré al poco tiempo, pues anotaba él, en la presentación de una nueva iniciativa cultural fomentada por la Alcaldía, que “algunos…”, dirigiéndose a nosotros, “…esperaban que en los programas serios como el que dirige y presenta en Telemedellín los invitados salgan disfrazados de payaso.” En esos términos se da la discusión sobre la televisión. Por increíble que parezca, aun hoy, algunos persisten en calificarnos como televidentes de acuerdo a lo que vemos o lo que no vemos, sin entender la lógica que nos lleva al uso del dispositivo.
A la televisión pública le ha hecho tanto o más daño que la misma burocracia, la ignorancia y la soberbia.

Mauricio Velásquez

jueves, 23 de junio de 2011

La Televisión y la No Televisión.




Una estrategia de marca y mercadeo, generó hace ya casi quince años una percepción de la calidad difícil de superar: No es Tv, es HBO.
La cadena en cuestión, reconocida por ser el más importante cajón televisivo de películas, se la jugó por una tarea que parecía una locura, invertir In House en producciones de alta calidad, reconociendo sus aprendizajes como productora de películas documentales. Hoy en día, es un privilegio tener al menos un paquete del network de HBO, pues su nombre es prenda de garantía en cada uno de sus productos.

Casi por la misma época, nacía en Colombia el primer canal local sin ánimo de lucro, y por supuesto, tenía por locación a la ciudad de los canales, Medellín. Podría especular o citar argumentos verificables sobre su impacto inmediato, pero siempre soy un gustoso de los comentarios de la mejor de las televidentes, mi mamá. Doña Mariela describe esa curiosidad por asomarse a las ventanas y a las nuevas ventanas con una palabra digna de nuestra idiosincrasia: novelería.
El canal me mostraba la ciudad como nunca la había visto. Incluso torcida. De repente aparecieron los jóvenes y esas subculturas que el otro canal, el regional, quizás por lo que mi madre llama mojigatería, no hacía. La única explicación que existía, con toda certeza y conocimiento de causa, era el surgimiento de nuevas formas de contar en imágenes. Entonces llegó Canal U, y las ideas de Telemedellín migraron a otro canal que ofrecía la misma novelería. Puedo decirlo sin temor a equivocarme, fue entonces, en ese mismo momento, cuando el cable, de la mano de EPM, le abrió a mi mamita linda la posibilidad de ver Casa Club y una mejor imagen de Caracol y RCN.
Era 2003 cuando nos dijeron que Canal U estaba en quiebra. Los aportes de las universidades socias no alcanzaban para su transformación hacia la autosostenibilidad, y su tarea como productora nos hizo descuidar la programación. Mientras tanto, Telemedellín era el reflejo de la ciudad de la Alcaldía. Mi madre, mi madre estuvo bien y no sufrió de síncopas cardiacas al ver que esa televisión no le hacía ya ni cosquillas. Mi mamá era franca, “ese programa tan maluco con ese señor tan feo” decía ella. “Yo no entendí de que estaba hablando esa señora, solo que el Museo está gratis”. Es una sabiduría de televidente desde una lógica que aun muchos desprecian. Mi madre, hoy ve todas esas cosas que los señores expertos del Ministerio de Cultura y sus amigos expertos de las universidades bogotanas, llaman de “consumo”. Algunos han reculado en su jerga; en un gesto que vale la pena aplaudirles muchos han confesado su error al decir “la televisión educativa hizo mal la tarea y perdió el año”. Era el resultado de echar carretas sin mirar a quién y por qué.

¿A dónde voy con mi perorata?, muy simple: debemos identificar los bemoles de estas dinámicas para saber que existe un gran abismo entre el ciudadano y sus instituciones. Solo Suso ha tendido un puente, se ha sabido mezclar entre el discurso recreando. Como lo debe hacer la televisión.
Por qué debemos leer esos abismos, porque es nuestra obligación como sociedad civil vigilar por los dineros que se invierten en un servicio público que no usamos. Pero ante todo, porque me molesta oír que este o aquel será el gerente de este o aquel otro canal, cuando el gerente debería ser la ciudad entera o al menos su junta directiva y de socios.
La televisión es esa cosa que vemos, la no televisión es esa que nos mira como corderos descarriados sin valores o juicios de ciudadanía cultural.

Mauricio Velásquez




viernes, 17 de junio de 2011

Breaking Bad: contar historias tiene su ciencia, crear química con el televidente un sentido.





Hay algo de magia en la semiótica que no logra expresarse en la teoría. Es un domingo, hago algunas tareas domésticas. El televisor está encendido, sujeto a esa relación que lo hace un apéndice ruidoso que sirve de compañía. Giro en dirección a la pantalla al escuchar el sonido que produce una piscina. Es una evocación provocativa. Hay un ojo flotando que se escurre por un ducto de succión. Luego aparece un peluche sin un ojo, también flota, pero teñido de un magenta encendido. Sí, no es rojo o granate. Resalta sobre el agua en una piscina en blanco y negro.
No entiendo nada pero mis tareas han sido suspendidas. Tengo una escoba en la mano y un paño para sacudir en el hombro. Estoy atornillado. Hay un cabezote que me recuerda a “Guanina”, mi profesor de química, con el que me repasé la tabla periódica de arriba abajo y de derecha a izquierda. El Bromo y el Bario forman el acróstico, es el inicio de un nuevo capítulo de Breaking Bad.

He oído hablar de la serie y me quedo por curiosidad para ver la siguiente secuencia. Sublime: los resortes de una colchoneta oscilan al compas de una respiración agitada que sugiere un coito. A continuación, Vince Guilligan, el escritor, me corrige. Un tipo trata de darle un masaje cardiaco a una mujer que yace sobre la cama. La imagen es impresionante, caótica, real. Los ojos abiertos de la mujer tienen esa lividez de los muertos que golpean a los que aun respiramos. La mujer no resucita. El joven renuncia. Comienza a llorar a su lado en una impotencia contagiosa. No se contiene, es una actuación que le vale a Aaron Paul su primer Emmy en el 2010 como actor dramático secundario de televisión. Es entonces cuando entra en escena el profesor Walter White. Lo había visto en una escena donde le anuncian que tiene cáncer de pulmón, mientras él no puede dejar de mirar la gota de mostaza que reposa en la bata del médico que le entrega el dictamen. El hombre, rapado, carga a un bebe y contesta su celular con duda, le pide a quien se encuentra en la línea que se calme. Infiero que es el anterior personaje. Claro, hay un cadáver en una cama. Es obvio que tienen una filiación, pero existe una distancia entre ellos. Acto seguido, un hombre con el pelo a ras, idéntico a Walter aparece y limpia la escena preguntando: “¿hay más drogas en la casa?”. Estoy confundido. Intrigado es la palabra, la escoba sigue en mi mano, el paño se ha caído y Jesse está en shock. Es el capítulo final de temporada de la serie. Lo vi todo. Una hora completo, de pie.
Muchas son las cosas que hemos reseñado sobre lo público televisivo, las audiencias y sus dinámicas, los modelos de gestión y las brechas entre la televisión institucional que no invita a los televidentes. Hace unos cuatro años, justo antes de comenzar nuestras maestrías, intuíamos que el meollo estaba en no saber contar historias. Breaking Bad me lo ha ratificado.
Simple, minimalista, contundente y sin aspavientos de otro tipo, como los del policía que amenaza a todo el mundo con una pistola automática para salvar el mundo en 24 horas; o el médico borracho y bonito que se la pasa en una Isla preguntando “por qué”. Breaking Bad es historia pura en su más manifiesta simplicidad. Cuevana.com, el portal que ofrece vistazos sin pay per view, puede deleitarlos con las tres temporadas, donde, por cierto, verán las razones por las cuales Bryan Cranston ha ganado por tres años consecutivos el Emmy y los aplausos de toda la crítica que espera con ansia una cuarta temporada, anticipada por serias transformaciones de los dos personajes principales: Un profesor de química y el estudiante que un buen día decidieron aplicar sus conocimientos para cocinar metanfetamina.
Luego de ver Breaking Bad, me he convencido. El meollo de crear fidelización televisiva está en la filigrana de la escritura. Sin haber descubierto el agua hirviendo, creo que ha sido una mejor posibilidad de análisis autoetnográfico encontrarme en el zapping esta maravillosa novela, que cualquier otro estudio que busque entender por qué el televidente no ve “cierta” televisión de “cierta” utilidad.
Mauricio Velásquez

miércoles, 1 de junio de 2011

El Eco.





Hace mucho tiempo no soy admirador del fútbol colombiano. Si expusiera las largas razones, incluyendo la agresión que sufrí por parte de un hincha del América en 1999, desviaría la intención de estas breves líneas. Pero hoy hablaré de fútbol, y se me enredará la colombianada. Así es la televisión y sus procesos de recepción activa.
Son muchas las veces que se ha intentado determinar los cánones valorativos que analizan el proceso de percepción televisiva. Como lo he dicho en varias oportunidades, ninguno como el de la mediación, por afecto emocional o incluso, por hostilidad manifiesta. Muchos saben que aborrezco la espontánea manifestación del “hinchismo” que producen los equipos que ganan todo. Esa que ocurrió comenzando este milenio con Boca Juniors, convoca hoy en día a los “hinchas del fútbol” con el Barcelona. Confieso que le hice fuerza al Manchester el sábado mientras me mordía la lengua viendo jugar a Mascherano, a Xavi, a Iniesta y claro, al que llaman Lionel. Podrá existir cualquier otro adjetivo que califique la gesta de este club, en eso son expertos los cronistas deportivos cuando llevan al castellano, en tensión máxima, a través de metáforas absurdas; pero la verdad, ese equipo está armado de cuatro enanos que no son jugadores de futbol, son los mejores empleados de una empresa. O quién podría explicar que a un jugador lo devuelvan casi sesenta metros en la cancha, lo pongan en una posición como la de libero, y de repente sea el mejor libero del mundo. El buen trabajador desempeña su trabajo sin importar el puesto y las condiciones. Si repasamos las líneas del equipo nos encontramos con un macizo convaleciente de cáncer que despierta admiración, y un petardo marrullero y “güevero”, como diríamos antaño, que hoy goza de la atención de un “diva” criolla. Aquí volvemos a la televisión. Ese es nuestro asunto.
No hay nada más maravilloso que ponerse una cita con el aparato para ver el espectáculo. Y en Inglaterra, saben casarse y saben de transmisiones de fútbol. La repetición de las patadas de entrenamiento en imágenes lentas ponen hasta el obrero Rooney en la pléyade de los semidioses (como verán, lo del periodismo deportivo es contagioso). La salida de los equipos tiene un protocolo y una etiqueta que más parece un ballet dispuesto para las cámaras. Cada uno de los movimientos de cámara son como los de Chespirito, fríamente calculados. El detalle no obstante de aquella camarita que cuelga traviesa por los aires, desnuda la fragilidad de apreciación del “profe” Carlos Antonio y otros innombrables. La acción del primer gol demuestra que uno de los enanos hace una jugada donde todos, menos Pedro, quedamos imaginando el balón ir para un lado cuando en realidad, Xavi tuerce el pescuezo de aquí para allá sin dar mayores pistas. Aquella camarita demuestra que en el Barcelona trabajan cuatro, y los demás, incluso Villa, son zánganos útiles.
Ese fue el eco que me quedó. La televisión es un deleite para entender como la táctica de llevar un balón de un lado para otro tiene un método practicado en rigor. El Manchester, bueno, al Manchester la agradezco la invitación a haber soñado con detener el aura catalana, que ahora rimbombante, merced de la televisión nacional, se jacta de tener un colombiano adoptivo por salir con una monita que vive en Miami. Así es la televisión, si no generará pasiones no existiría. Si no existiera no veríamos lo que vemos porque simplemente no tendríamos esa maravillosa invitación de sentarnos por un rato, a ver qué. El relato culminó en un detalle en primer plano del momento en el que me muestran el acto donde se graba en el metal, el ganador de la gesta. Es un relato redondo que termina con la pólvora que seguro Alonso nunca verá en Medellín.
Aun embebido de ver jugar a cuatro de los mejores jugadores que jamás haya visto, ayer veía una ola verde que no era política. No entendía para donde iba todo el mundo al ver el estadio apagado. Cuando llegué a mi casa lo supe. Iban a pegarse del televisor, para vivir el ritual de ser fieles fanáticos de un equipo de fútbol. No le presté atención, el fútbol colombiano está en manos de unos productores (me jacto de decir que conozco algunos) que no entienden las estructuras del relato. Tampoco les importa, eso también es lo maravilloso del fenómeno televisivo; el collage de imágenes que sin sentido van para donde el balón vaya, lo único que debe proveer en su contexto informativo es que el uno gane y el otro pierda. Es una colombianada total. Y allí estuvo el nuevo eco, escuchando a los hinchas del Nacional encontré la valida argumentación de que los televidentes somos unos espectadores dramatúrgicos, y que existe un coro que certifica la emoción: el gol.
Me devuelvo de AXN unos cuarenta y cinco canales de un solo botonazo, miro cual es el escandalo de "Pezzuti, Pezzuti" en la calle. Veo a un loco que le dicen "viejo" que grita. Programo el sleep viendo Discovery, y me entrego al masaje electromagnético.


Mauricio V.

http://www.youtube.com/watch?v=ai3721KxRg0

lunes, 23 de mayo de 2011

Enseñar aprendiendo.

No soy uno de los fervorosos creyentes de la ilustración espontánea que crean los foros, los congresos o los seminarios. Soy, sin embargo, un ferviente admirador del proceso continuado y estimulante de escuchar y sentir otras voces. En ese sentido, aprender de lo aprendido y sumarle las opiniones de otros, en apariencia por fuera de tu disciplina y tu propia teorética, le atribuye a tu oficio un sentido y una inigualable ventaja. Algunos espacios académicos permiten por un momento, que te asomes por una ventana que permite, luego de cerrada, la emancipación de ciertos aspectos radicales del propio pensamiento.
Como verán, acabo de llegar de un congreso internacional de investigación, uno, que a mi juicio, propende en su dinámica por la enseñanza espontánea y sentida; una reflexiva y rigurosa en su camino, pero llevada al plano de la expresión de una forma hermosa, de una forma humana, de una forma que algunos norteamericanos llaman “so touching”.
De estos encuentros me quedan siempre nuevos amigos de la academia. Un alemán que enseña en Inglaterra sobre la respuesta de los niños a la cultura mediática; un Ingeniero sanitario preocupado por la percepción del concepto “ecología” de los habitantes de la comuna 13. Una japonesa que analiza los alcances de la investigación transdisciplinar; un neozelandés que investiga hasta qué punto, las fotografías de NatGeo sobre desastres naturales, desvían la atención de la calamidad ambiental hacia la contemplación estética. Y así, personas que en quince o veinte minutos comparten contigo su voz y su letanía teórica sin aspavientos de jerarquías. Estudiantes de pregrado, estudiantes de posgrados, pos doctores, eminencias, asistentes; todos por igual, suman una sola voz que parece acompasada por un manifiesto que resulta liberador: no hay protagonismos.
Soy un convencido del análisis de la recepción televisiva, para promulgar argumentos que faciliten la comprensión de su dinámica, pero en la semana última, más que en cualquier otro momento, me he convencido de la necesidad de otorgarle a la investigación la humanidad que ni siquiera la etnografía logra o permitirte observar.
Sin entender y otorgarle un lugar al otro con sus destrezas y conocimientos, es imposible ser asertivo en los juicios que establecemos. Creo que la Justicia social, debe ser materia obligada de análisis en nuestro país, porque su debate científico nos permite encontrar un camino para ser comunidad.
Sin menoscabo del norte académico y curricular que sigo, hoy mismo empezaré por generar en los alumnos esa inquietud por una sociedad que tocamos tangencialmente, y que algunos, apenas la reconocen para beneficio de sus propios atributos personales y profesionales.

Mauricio V.

miércoles, 11 de mayo de 2011

La ley 221, La Colegiatura Nacional del Comunicador Social y Periodistas y la “libertad de expresión”.

Con atención, pero no sin una mueca de sospecha como colombiano en derecho de sospechar, he leído la propuesta que han impulsado algunos periodistas (algunos deportivos) alrededor de la Ley del periodista.
De todas las razones esgrimidas, o las que se infieren en su propuesta de articulado, sobresale el ejercicio de salvaguardar la legitimidad de quién o qué informa. ¿Por qué?, no lo sé, pero creo que la respuesta tiene asidero en los fenómenos socioculturales históricos, que en sus dinámicas apenas obvias, han hecho del ejercicio de informar una voluntad y una acción popular, un derecho legítimo de pasar de ser decorado a actor legítimo de la expresión. Soslayando la discusión sobre la complejidad o no del prosumidor de la información, creo que allí está el gran error de la iniciativa, en no leer o interpretar que el mundo ya no es el mundo de la máquina de Gutemberg.
Todo ciudadano, en derecho legítimo de expresar o manifestar en cualquier nivel del lenguaje, debe ser considerado y protegido, sin menoscabo de su poca o nula información académica.
El artículo 4° de esta iniciativa contiene los estatutos que regulan cuál es la calidad del ciudadano que podrá ejercer la actividad periodística, cuestión de semántica, pues si intentaran regular la profesionalización del oficio, sería distinto; el proyecto de norma pretende indicar quién es legítimo en la actividad. Para ello, estipula una serie de requisitos donde sobresale el pregrado, la experiencia, o, (mucha atención) la solicitud a la futura Colegiatura Nacional del Comunicador Social y Periodistas.
Así como se lee, esta ley, promueve la creación de uno de esos famosos entes reguladores autónomos jurídicamente del Estado, pero con sus obvios beneficios y, que entre otras cosas, (además de autorizar quién o cómo informa) busca “Velar por el cumplimiento de las normas éticas que sean aprobadas, para de esta manera preservar la pureza del ejercicio de la profesión”.
¿Semántica?, o interés de indicar que hay periodistas “impuros”.
Interesante sería que antes, los promotores de la iniciativa, revisaran el artículo 20° del capítulo de nuestra Constitución:
“ARTICULO 20. Se garantiza a toda persona la libertad de expresar y difundir su pensamiento y opiniones, la de informar y recibir información veraz e imparcial, y la de fundar medios masivos de comunicación.
Este artículo no es una parrafada más expresada al vacío, este artículo garantiza que el Estado promueva la prosperidad general, es decir, que la sociedad evolucione en condiciones del mejoramiento de la calidad de vida, a partir de agentes y acciones que ofrezcan miradas heterogéneas.
Como colombiano en derecho de los atributos que me otorga la constitución, manifiesto abiertamente mi inconformidad con este proyecto, ya que su alcance vulnera la libertad de expresión, pues todo colombiano está protegido en su manera de ofrecer información. Cuestión de semántica.

Mauricio Velásquez

jueves, 5 de mayo de 2011

Los Nule, Samuel y la televisión “pública”

Comenzaré por decir que cada que soy interrogado por la televisión pública en Colombia, trato de poner en contexto al interesado sobre, a qué televisión se refiere. Si la respuesta apunta a esa televisión que promueve ciertos discursos institucionales sobre la educación y la cultura, le indico a qué se dedican esos canales “públicos”, cuál es su objeto y, respetuosamente, le doy un espacio para que digiera que RCN y Caracol son aun más públicos que los “públicos”, pues atienden las expectativas de la televidencia*, se relacionan con ella y no la miran como un cordero rezagado que debe aprender lecciones de urbanidad y ciudadanía cultural, pues, a la larga, saben que para eso, existen otras instituciones.

No son escasas las ocasiones en las cuales se ha puesto en tela de juicio el deber ser de una televisión, que por ley (365 de la Constitución) presta un servicio en los límites territoriales de este adorado país. Recientemente en Medellín, era notable la percepción generalizada sobre Telemedellín como el canal de Fajardo o, Telefajardo. Esta medida, espontánea y coloquial, no puede ser tomada a la ligera. Si miramos concienzudamente el enfoque temático de cada producto, no solo de la Alcaldía, sino además de la Gobernación y la Nación, entenderemos que cada formato (Señal Colombia, Teleantioquia y Telemedellín) responde a un programático discurso institucional. La mejor prueba la tenemos en la reciente agenda de medios sobre el tema de la corrupción que todos los días nos muestra como es realmente nuestro país.

Mientras los canales comerciales, satanizados por responder a un mercado, informan, entretienen y en ocasiones educan**, los públicos se dedican a presentar elaborados informes de gestión sobre las bondades de los programas de gobierno.
Así es; la Señal Colombia nos muestra Todo lo que Somos, menos lo corrupto. Teleantioquia nos dedica su Pasión por lo nuestro, dedicando en sus programas espacio a servidores públicos sin gracia. Telemedellín nos dice Aquí te ves, mientras vemos a cada secretaría determinando el enfoque de la charla de unos televidentes que felicitan y vuelven a felicitar.
Se preguntarán ustedes la razón, pero la verdad, es evidente a todas luces, en Colombia no existe una televisión pública en el sentido amplio de la palabra. Existe una televisión institucional que responde a las filosofías y las agendas de los gobernantes que se sirven de ella como medio para evidenciar sus indicadores de gestión. Por eso, no vemos a Colombia en su justa medida, la vemos reducida a una serie de coloquiales reflexiones sobre el deber ser del ciudadano urbanizado. Esa es la razón por la cual no evidenciamos la maldad en esos canales, a menos que sea manifiesta en los noticieros. Si cualquier desprevenido visitante viera la programación de cualquiera de estos canales “públicos”, no creería que a este país lo roban sistemáticamente.
La labor desempeñada desde la radio, en especial por la W, ha trascendido a las pantallas merced del descomunal desfalco que los Nule le hicieron al erario público. Caracol, RCN como consorcios privados, al igual que CM& y Noticias UNO, han cumplido su tarea fundamental de informar y presionar para que estas pesquisas desencadenen en los ámbitos disciplinarios y judiciales naturales. Mientras tanto, lo público, aquello que debería responder con eficacia a nuestros intereses, responde a los de sus dueños (los encomendados por votación), donde la sociedad es un simple decorado y una misión institucional. Que chiste tan flojo esta televisión publicada***.

Mauricio V.

* Concepto acuñado por el teórico Guillermo Orozco
** Recientemente en un partido de fútbol, la patada a un ave permitió que muchos televidentes conocieran las diferencias entre un buho y una lechuza, es decir, se educaron.
*** Concepto acuñado por Alejandra Castaño

viernes, 29 de abril de 2011

La pasión de Cristo es mi pasión.

Hace ya unos tres años que visitamos las instalaciones de la Comisión Nacional de Televisión.
En aquel entonces, como parte de un trabajo amplio de investigación sobre las prospectivas de la televisión en Medellín, queríamos conocer de primera mano las impresiones del comisionado Ricardo Galán. Como buen corporado delegado del gobierno, nos hizo esperar un momento. De repente, apareció un caballero que de periodista cercano al ex -presidente Uribe, llegó al cargo como delegado del ejecutivo. (Su oficina, confortable, era coronada por una fotografía del ex – mandatario).
Cuando comenzamos nuestra entrevista, estructurada y con una abierta intención investigativa, sus respuestas, espontáneas y en ocasiones coloquiales, tan sólo sirvieron para verificar una hipótesis que se percibe sin poseer competencias teóricas en la función pública:
La CNTV es un órgano ajeno a las expectativas del televidente.
Nos quedó la impresión de unos juicios de valor que tal vez, solo tal vez, no venían al caso cuando la sociedad no se encuentra representada. El señor Galán era simpático en sus respuestas; incluso, cuando le preguntamos por la posibilidad de ejecutar cambios jurisprudenciales para favorecer económicamente los canales locales sin ánimo de lucro, respondió con seguridad “probablemente en unos días se aprueba la ley que beneficia el acceso de esos canales a su libre comercialización”. Hoy en día, Telemedellín, Televida y Canal U, deben ingeniar modelos de mercadeo que permita que los proyectos sean autosostenibles. El comisionado nos dijo una mentira blanca.
Su respuesta indicaba una sola cosa, muy a pesar de los pesares, la investigación académica en Colombia alrededor de la Televisión Pública, se queda atorada en los anaqueles de las universidades para ser consultadas cuando un profesor así lo indica. Para la Comisión Nacional, una investigación solo sería representativa si indicaba algún modelo de gestión de la misma. Por eso, hoy en día, incluso podemos ver cartillas, bien llamadas cartillas, que sirven para lo mismo que sirven las cartillas: aproximar. No tengo nada en contra de las cartillas, pero es hora de profundizar en temas de irregulares regulaciones.
El funcionamiento de la Comisión se concentra en cinco comisionados elegidos como representantes de la sociedad. Según el mismo Galán, “El sistema de elección de dos de los cinco comisionados se presta para mucha corrupción ” refiriéndose a el representante del gremio de la TV y el de las asociaciones de padres de familia, televidentes y universidades. (ver nota al pie con http de El espectador).
En eso, tiene toda, toda la razón. Yo en particular nunca conocí mi representante como televidente y cuando conocí el comisionado por las universidades lo conocí hablando de las bondades de un Canal Universitario Nacional (enfocado a esas cosas que llaman el “edu-entretenimiento”). Aquel octubre de 2006, un grupo de jefes de departamentos audiovisuales de varias universidades se pronunciaron en contra de crear otro canal público sin haber inventariado y aprendido de lecciones como las del canal U. Lo particular es que hoy en día varios de ellos tienen participación notable en el alto gobierno para toma de decisiones sobre el deber ser televisivo. Es decir, como siempre, algunos académicos, no están con la sociedad, están por encima de ella.
Eduardo Noriega, aquel comisionado de las universidades ganó la partida, y además, gracias a la gestión de la comisión, logró que los proyectos de interés públicos locales sin ánimo de lucro fueran resueltamente inviables. Los únicos canales que reciben aportes del Fondo para el Desarrollo de la Televisión son los regionales agremiados y aquellos de las asociaciones de canales comunitarios, que valga decirlo aquí también, son cooperativas de trabajo televisivo, sin comunidad. Algunas veces el castellano no debería ser tan maltratado.
Año tras año, los gastos de la comisión (esa que ya escribo con minúscula), supera varios, varios escandalosos miles de millones en una televisión que se enfoca a la transformación social cívica y las buenas costumbres educativas. Noten ustedes por ejemplo como Musinet es un programa realizado con aportes de dicho fondo. Aparece en sus créditos iniciales. De ser así, debería explicar Teleantioquia los indicadores de resultados de ese impacto de transformación en un programa de regular calidad; de ser mentira, el canal regional debería explicar por qué aparece aquel mensaje. ¿será un indicador de gestión?
Si me atrevo a hablar de calidad es por una razón muy simple, el mismo Consejo Nacional de Competitividad determina que toda industria que busca altos estándares de calidad debe cortar la brecha entre oferta y demanda. La televisión es una industria, así que aquellos libros que atrevidamente separan públicos por competencias se han equivocado garrafalmente. No puedo sustentar mi ausencia de audiencia en las faltas de destrezas narrativas del visionado. Televisión de calidad es la que es consumida y permite debatirla.

Si enumerara los desaciertos de la CNTV, este blog me quedaría corto. Es por eso que acorto camino afirmando que me identifico con la pasión con la que el senador Juan Fernando Cristo ha llevado en seis plenarias seguidas la ponencia para enterrar esta entidad. Pero así como el senador señala a la CNTV, también debemos comenzar a llamar a juicio a los expertólogos que por años se beneficiaron de ella con teorías absurdas sobre el enfoque y el efecto de los productos televisivos de interés público, social, educativo y cultural.

Mauricio V.

http://www.elespectador.com/impreso/articuloimpreso-220680-ex-comisionados-de-television-adminten-hay-fallas-cntv