jueves, 10 de septiembre de 2009

Lo público sin lugar: Transformaciones y paradojas de la visibilidad

A propósito del texto “Los media y la modernidad” de John B. Thompson

Por Alejandra Castaño Echeverri


En el capítulo La transformación de la visibilidad el autor aborda el impacto de los medios de comunicación modernos en los avatares de la vida política y social. Su enfoque se refiere a las nuevas formas de interacción propuestas desde los media, de las cuales resalta la innecesaria espacialidad y temporalidad, propias de la interacción cara a cara, y que han impactado las maneras de ser visible con no pocas consecuencias. Afirma Thompson que uno de los efectos de la relación política-medios es el crecimiento del auditorio, por lo cual el político se encuentra expuesto a mayores niveles de control, lo que, si no es manejado estratégicamente, puede resultar contraproducente. Lo anterior es ejemplificado por el autor desde los cambios tecnológicos y de propiedad en los medios, el ejercicio mismo del periodismo y los ajustes que la cultura política ha sufrido en un afán de adaptación y uso eficaz de las posibilidades mediáticas.
Sin embargo, aunque Thompson bordea casi sin querer el tema, omite la relación de los medios con las esferas del poder económico y político, viéndolos como inmunes a las pugnas y conflictos de intereses, a las relaciones de poder.
Lo anterior lo desarrollaré a la luz de las prácticas de la televisión pública en el contexto colombiano donde tener poder es garantía de visibilidad y no lo contrario.
En los medios de televisión pública el ciudadano común no adquiere poder gracias a la visibilidad que el medio le otorga, además si analizamos esa visiblidad, casi que podríamos compararla con la del buen salvaje. El ciudadano del común alcanza la visibilidad en los medios televisivos –públicos y privados- siempre que “su testimonio” dé cuenta de un argumento creado por el productor, el interventor o el patrocinador del programa. El ciudadano del común no puede pedir ni tomarse la palabra, no puede opinar de lo que no le hayan preguntado previamente, no puede participar como individuo en lo que hemos dado en llamar la nueva esfera pública creada por los medios masivos de comunicación.
Lo que ha cambiado con el paso de las épocas y los avances tecnológicos para los medios y con la creación de esferas las públicas virtuales, no ha sido necesariamente la visibilidad en términos de su incremento, lo que ha variado son las relaciones de poder publicadas por el medio, específicamente para el caso de la televisión. En ella, debes ser poderoso para ser visible.
Debemos partir por reconocer que nuestra televisión pública se sostiene sobre la premisa de ser un medio con sentido, con propósitos, una televisión que busca –desde hace más de 50 años cuando lo afirmó Rojas Pinilla en la inauguración de la televisión- el crecimiento en educación y cultura de la ciudadanía. Esta sencilla consideración hace que la visibilidad desde la televisión pública no pueda ser leída como lo hace Thompson, al contrario, ser sujeto y objeto de visibilización por parte de la “buena” televisión concede estatus insospechados y comunidades de legitimación de la opinión que, si no fuera por sus cuestionables modelos de representación, serían mayormente tomadas en cuenta.
En nuestras televisiones públicas son comunes tres tipos de personajes visibles: el funcionario público, el experto académico y el ciudadano del común. El primero, normalmente, es el patrocinador del programa en el que aparece. El segundo es invitado a debatir sobre temas de actualidad e interés común, aportando su mirada erudita y validando sus estudios y disertaciones sobre el tema. El tercero es el caso, el objeto o sujeto representativo de lo que se está hablando –o experiencia significativa, como se nombra en el argot del medio-, es sobre quien recae la acción y nunca quien la propone.
En nuestros espacios publicados de conversación poco es reconocible que vivimos en una época donde se habla desde el género, desde las minorías raciales y religiosas, desde la oposición ideológica y política, lo anterior en un marco donde la democracia ondea bullosa y triunfante y a su imaginario se alude antes de casi cada manifestación de la opinión permitida. Pero, ¿dónde en los medios públicos, específicamente en la televisión, estos grupos antes marginados tienen su propia representación, su propio espacio de participación y opinión? No los hay, y cuando se les conceden es para devenir tema, reducidos en sus características y problemáticas coyunturales.
En nuestra televisión pública resalta la mirada institucional, que es la mirada del patrocinador, del cliente a la vez, es la mirada y la palabra que no admite cuestionamientos, que no admite divergencias. Nuestros reporteros –que no periodistas- poco se asemejan a lo que fueron sus colegas de épocas pasadas, mirando con desdén sus cualidades inquisitivas, indagadoras, cáusticas, deliberantes y denunciadoras.
Los productores y patrocinadores de la televisión pública han cerrado filas en contra de la opinión, a la cual admiten únicamente si es invitada por ellos. La vida real y la información en la televisión pública se desdibuja en imaginarios, su crudeza, siendo secreto a voces, se maquilla.
El funcionario público, fiel creyente de las teorías funcionalistas y conductistas (Laswell, Merton) de la comunicación, encuentra en su espacio pagado el medio idóneo para dar a conocer sus planes y logros, para encauzar las acciones de los ciudadanos desprevenidos, para dar un paso hacia su anhelada transformación social. Dicha visibilidad, tan aplaudida por sus subalternos, sólo logra engrosar sus indicadores de gestión.
Estas manifestaciones han contribuido al crecimiento en la sensación de que lo público, efectivamente, engrosa las propuestas mediáticas de este tipo, y da vida a la falsa creencia de que se está incrementando la participación en la esfera pública, cuando en realidad ha suscitado el fenómeno contrario, el estrechamiento y “sofisticación” de los espacios de conversación, ya que, como en la polis griega, sólo pueden manifestar su opinión y sus argumentos los ciudadanos legítimos.
La apuesta por los esquemas de conversatorio en la televisión pública cumplen con la intención de mantener el carácter dialógico propio de los círculos desde donde se piensa la sociedad, pero teniendo en cuenta el carácter limitado de la participación del televidente que no puede hacerlas de contertulio, nos vemos enfrentados a lo que podría nombrarse como una esfera publicada, es decir, el medio como el lugar de legitimación de la experticia y del reconocimiento del propio rol, en este caso uno de superioridad, de poder, en la sociedad.
John Keane hablaba del carácter legitimador por excelencia que tenía el medio sobre quienes aparecían en él, claro que teniendo en cuenta la forma en que se daba esa visibilidad:
“(…) los medios públicos –que a este respecto no se diferencian de sus competidores comerciales- distribuyen desigualmente las posibilidades de hablar y de ser visto y oído. Estos medios establecen una plantilla de personal habitual –periodistas, presentadores, comentadores, expertos académicos, hombres de negocios, políticos, sindicalistas y personalidades culturales- que se convierten en representantes acreditados de la experiencia y del gusto del público gracias a su participación regular en la pantalla.”
Teniendo en cuenta lo anterior, concuerdo con Thompson cuando afirma que “el activo debate entre ciudadanos informados ha sido reemplazado por la apropiación privada de una conversación llevada en su nombre” , que resulta complementado por las afirmaciones que Keane cuando afirmaba que: “el alegato de la representatividad del servicio público es una defensa de la representación virtual de un todo ficticio, un recurso a la programación que simula las opiniones reales y los gustos de algunos de aquellos al que va dirigido.”
Es una falsa esperanza creer que los medios públicos y masivos de comunicación como la televisión se constituyen en una nueva manifestación de la esfera pública, cuando en realidad es el medio mismo el que determina cómo y sobre qué se participa y él mismo es actor en una esfera pública más amplia, en la que deviene sujeto activo desde sus posiciones políticas, económicas y culturales.
La participación verdaderamente democrática de los ciudadanos, su visibilidad activa, se encuentra muy alejada de acceder a los medios, y desde ellos producir sus propias representaciones, porque el medio es un actor político camuflado, no se le permite ser plural y mucho menos neutral. Reflejo insoportable de nuestras propias construcciones sociales antidemocráticas, que no podrán transformarse por los imaginarios de equidad de los que sí se puede hablar en la televisión pública.

1. KEANE, John. La democracia y los medios de comunicación en Revista Internacional de Ciencias Sociales. Nº 129, Pág. 549-568. UNESCO, 1991.
2. THOMPSON, John. Los Media y la Modernidad. P. 176. Paidós, Barcelona, 1998.
3. KEANE, John. La democracia… P. 556.

viernes, 28 de agosto de 2009

EL AUDIOVISUAL LOCAL Y LA CONSTRUCCIÓN DE MEMORIA E IDENTIDAD

La siguiente es la ponencia efectuada en el programa Hablemos de Medellín ofrecido por Comfenalco y al cual fuimos invitados para exponer nuestro punto de vista.

EL AUDIOVISUAL LOCAL Y LA CONSTRUCCIÓN DE MEMORIA E IDENTIDAD

La radical y ciertamente decepcionante (para ustedes) introducción que debo hacer, es que no vengo en representación de Telemedellín y mucho menos en su defensa.
Vengo a proponer de una manera reaccionaria, aunque responsable y diplomática, que nos dejemos de cuentos chinos.
Si bien es natural iniciar este tipo de exposiciones con el ardid de la benevolencia sobre lo relevante que son estas temáticas, yo quisiera comenzar por una simple descomposición del sentido gramatical que tiene por título este panel. Todo, porque muy a pesar de nuestros pesares, el asunto del audiovisual local es un asunto novedoso, no podemos pararnos en el contexto de “Bajo el cielo Antioqueño” para definir una industria insípida por las razones que en adelante expondré.
Algunos de nosotros somos aun más viejos que el primer canal de difusión audiovisual televisivo de nuestra ciudad. Yo mismo le llevo doce años a Teleantioquia. Por tanto, podemos hablar de la exacerbación de un folclor en términos de contenidos, pero no de una tradición audiovisual. Saldrán al paso, los defensores de aquello que se ampara en muchos maniqueados conceptos, siendo el más especial de ellos el de la justicia social en tanto según muchos, se necesita la televisión educativa y cultural, pero, pocos son los invitados a entender que el dispositivo por sí solo no educa o culturiza. Saldrán muchos a decir que paso por alto la potencia elocutiva y aun enunciativa de programas como Arriba mi barrio o Muchachos a lo bien, y allí es donde yo invito a mi segunda reflexión,
¿No es el lenguaje audiovisual como mecanismo, un dialogo que pone en común la relación entre aquel que lo produce y un espectador que lo lee, o en nuestro caso aprecia?
¿Dónde están esos espectadores, televidentes o lectores de narrativas audiovisuales de eso que determinamos como “importante y fundamental” en la construcción de una sociedad democrática y participativa?
Allí, quiero hacer un nuevo y especial énfasis ¿cuál es el lugar de la construcción?
A mi juicio hay uno solo: El de las semióticas, nos hemos preocupado tanto, cómo diría Eduardo Escobar, de los contenidos, que nos hemos olvidado de los vacíos que lo soportan. Lo más particular es que la misma frase es engañosa, porque no quiere decir ella que nos preocupemos por la forma. Ese es el siguiente gran problema, la precariedad en el análisis de entender aquello que plantea la investigadora Alejandra Castaño: la forma no es el fin.
Puedo asegurar que un buen porcentaje de este auditorio está enfrascado desde hace mucho tiempo en la loca carrera de hacer videos bacanos, chéveres, o como dirían en la oficina de metrojuventud para describir sus productos: ágiles, frescos, dinámicos y atractivos.
¿Nos hemos preguntado por la eficacia?
No debo desconocer los valores agregados de dos productos que mencioné con nombre propio, por algo lo hice. Arriba mi barrio y Muchachos a lo bien.
A mi juicio, los dos hacen parte fundamental de un reconocimiento que le dio lugar a algo que hasta ese momento era difícil de dimensionar: El lugar del otro y su entorno particular.
Esos primeros asomos nos asombraron porque sencillamente era extraño ver a don José el de la tienda o a Carlos el voceador de periódico saliendo en televisión, pero además porque nos permitió avistar la compleja trama de aquello que hacía arraigo por aquel entonces: los tentáculos del narcotráfico estaban permeando todas las esferas de la sociedad, golpeándola en unos sectores más que en otros, pero ante todo, configurando aquello que en términos de memoria pretendemos erradicar, lentamente nos fuimos convirtiendo en una comunidad que ha distorsionado sus valores éticos esenciales sobre nuestro devenir en sociedad.
Comenzamos a hablar de comunas y otros términos más rimbombantes como “tejido social” olvidándonos de la promoción de otros valores. Es cierto, evidenciamos la existencia del otro, pero el costo fue la creación de un imaginario que hoy particularmente queremos erradicar. A eso nos referimos con memoria.
Aquí nace una nueva particularidad que llama poderosamente la atención. En la televisión pública no se evidencia el malo o la maldad. Todos son excepcionalmente buenos. Si algún desprevenido televidente extranjero por alguna casualidad excepcional asistiera a la emisión de cualquiera de nuestros canales, los producidos en Medellín, pensaría que somos los seres más bonachones y dichosos. Quizá sea esa misión la que se cumple, ser un medio que promociona la esperanzadora condición de fui esto pero ahora estoy en un estado superior.
Arriba mi barrio y Muchachos a lo bien evidenciaron muchas cosas y ante todo, hicieron acopio de los primeros relatores involucrados en la producción industrial televisiva. Este hecho plantea la juventud de nuestro relato. Víctor Gaviria, Berta Lucía Gutiérrez, Óscar Mario Estrada, Germán Franco y muchos más, abrieron una brecha que muchos continuamos. Pero ese camino, para hablar de memoria e identidad hay que dimensionarlo en su correcto y coherente contexto. Era una semiótica venida de una realidad palpable que se insertaba en un imaginario dispuesto al asombro de los espectadores y a la novedad de ver gente del común empaquetada. Palabras más, palabras menos, la oferta de televisión era tan limitaba que el impacto del mensaje prácticamente estaba garantizado. Dirán ustedes, ahora va a resultar que todo lo del pobre es robado, y no, solo que hay que dimensionar la penetración de los discursos de acuerdo al engranaje de las partes y el medio en el cual se involucran, es decir, hay que ver la real dimensión de esa construcción.
Las primeras tentativas de análisis para una futura investigación nos permiten hoy especular que muchas personas veían Arriba mi barrio, en su gran mayoría, por una sección que ocupaba casi las dos terceras partes de la emisión: Mi barrio de película.
Aun hoy me resulta paradójico que la gente insista en las bondades de la conducción del Melguizo joven, dicharachero y bacano de aquella época.
¿Resulta demasiado difícil entender el meollo del asunto?
Su discurso impactaba en aquellos que por una u otra razón ya estaban impactados, o como diría Barbero, mediados por códigos que los llevaba a aceptar el diálogo sin mayores esfuerzos.
Con Muchachos a lo bien sucedía la misma combinación de los factores expuestos. Carencia de oferta y discurso establecido entre una minoría que Fuenzalida describe como elitaria. En el caso de nosotros, gente encantada con el maravilloso mundo de la imagen movimiento con la particular creencia de salvaguardas de la justicia social.
Esas dos producciones en particular fomentaron un universo del discurso y del relato que permite hoy hablar de la creación audiovisual de autor. Una generación de realizadores comenzó en definitiva a sentar las bases de una naciente industria: la del artista NO comunicador.
Paradójicamente, aquellos formados en la comunicación, aquellos responsables de establecer diálogos coherentes con el televidente comenzaron a jugar simbólicamente, pervirtiendo en muchas ocasiones la estructura por favorecer códigos de elaboradas abstracciones, o dicho en español, siendo muy sollados.
El resultado obvio fue el aplauso. Por qué no? Era necesario también refrescar un poco las narrativas que apenas comenzaban a permear al televidente.
Recuerdo que la serie de los derechos humanos de Muchachos a lo bien tenía doble emisión que incluía canal nacional. Cómo no verlo. Yo ya trabajaba esporádicamente como asistente de producción en televisión con la Fundación Social.
Disponía de un sillón para que mi mamá viera aquella historia del ciudadano ejemplar que de su bolsillo y la caridad hace una escuelita para los niños inaceptables en el colegio por los sectores armados de su comunidad. No entendía una cosa tan simple como poco explorada, yo mismo viví esa narración durante cinco días. Mi madre veía el empacado al vacío de esa semana en una hora. Y comprendí que el relato mal elaborado, aquel que privilegia ciertas exploraciones no favorecía la coherencia de aquello que se quería decir.
Mi mamá, con ese, y con otros programas iguales, optó por pararse de la silla y disponer de su tiempo libre de otra manera. Lejos de recriminarla, en aquel 1998, decidí evaluar que era lo que pasaba. La respuesta era por demás reveladora: Mi madre no estaba interesada en aquel relato porque no entendía la historia. No había un código que mediara entre mi madre y aquel relato. Yo había sido impactado, mi madre no. Con el tiempo entendería qué es aquello de elaborar discursos que buscan un impacto y solo impactan aquellos que han sido previamente impactados, o mediados.
Los resultados de este tipo de televisión fomentaron la construcción de un discurso que ha existido en nuestro país desde el primer fogonazo electromagnético del General Rojas Pinilla: La televisión como instrumento que propende la aproximación a la educación y el fomento de la cultura. Desentendimos ciertas particularidades de aquellos singulares fenómenos televisivos y fomentamos la jactancia de ciertos aciertos.
A mi juicio, en ese periodo comenzó una verdadera industria de autor audiovisual, pero es ese precisamente el aspecto que hoy me lleva a inquietarme por la relevancia de su relato.
Comenzamos a aplaudir los productos con particularidades estéticas novedosas y alternativas. Aun hoy lo hacemos, el Input, Pandora, In vitro y otros tantos escaparates fomentan dicha producción, pero la fomentan desde una condición que lejos de favorecer una transformación social más bien parece validar la producción de autor: Muchos realizadores realizan por un premio.
Mi mamá, ya ni les para bolas a estos señores tan locos. Mi mamá es feliz con sus Vecinos, Óscar y Tatiana, con el Factor X e incluso con Carlos el chismoso de Sweet. Son sus códigos y esta mediada sociosemióticamente por ellos.
De pronto la búsqueda de la televisión que llamamos joven comenzó a competir con una cada vez mayor oferta, y aquello que antes fuera masivo, por descarte obvio del capitalismo, comenzó a ser underground o alternativo.
Como la pelea se daba en los circuitos académicos para justificar la presencia de relatos televisivos que propendían por aquello que les fue encomendado por la sabiduría de nuestro ejecutivo, el mismo que creó la magnánima CNTV, comenzamos a hablar de la relevancia y la pertinencia de aquellos productos. Lo primero que hicimos fue blindarlos con una frase que aun hoy muchos no entienden el perjuicio que causa, no nos interesa el rating, es decir, no nos importa que nos vean o no nos vean.
La televisión de interés público, social, educativo y cultural, aquella que debe fomentar ciertos valores en favor del colombiano de manera eficaz, tenía su garantía en una cantidad de aforismos como, “al televidente debemos volverlo más ciudadano y menos consumidor”. Como por arte de magia, algunos comunicólogos habían satanizado la palabra consumo por la mala interpretación de una postura ciertamente fascinante y no necesariamente ambigua de Néstor García Canclini. Muchos directores de canales mal llamados educativos y culturales comenzaron a desproporcionar aquel aforismo y se inscribieron sin dudar en el círculo que más le gusta al colombiano, el políticamente correcto o socialmente aceptado. La producción teórica terminó por reafirmar la postura, y como se había dicho que no importaba el rating, terminamos viéndonos entre nosotros.
Un famoso crítico de televisión boyacense hablaba, comenzado el milenio, de hacer televisión de este y aquel otro estilo porque el televidente buscaba “esto y aquello”. Me pareció oírlo hablar de nuevo anoche cuando escuche a la procuradora delegada cuando se pronuncio sobre lo que el televidente debe o no debe ver, a propósito de la puja por el tercer canal comercial de interés público.
¿Dónde existe una cartilla que determine una taxonomía del televidente de acuerdo a lo que se le ofrece?
Aquel crítico fue y sigue siendo invitado a muchos encuentros y foros por su coloquial manera de referirse a la televisión, sin embargo jamás olvidaré aquel artículo que escribió hace unos cuatro años donde debió retractarse por la obviedad del contexto: Aquella televisión chévere y bacana que mostraban los canales educativos y culturales como Canal U, por citar alguno, había perdido el año.
Era apenas obvio, los circuitos de difusión cada vez son más y más incompetentes por la proliferación de discursos por encima de las expectativas lúdicas y afectivas reales del televidente. Una mínima minoría ilustrada posee una necesidad ilustrada y habla de lo que necesita el televidente cuando el pueblo, este pueblo, necesita mínimas garantías de empleo, techo, comida y atención en salud.
¿Ustedes aun creen que ese tipo de colombiano que hace sobrevivir otros once colombianos en su casa con un salario inferior al mínimo le importa este discurso sobre la importancia de la educación y la cultura?
¿Ustedes todavía creen que a los niños que conducían Condor “El Caballo Volador” les interesa saber que aquel señor que un día se subió en su zorra se ganó un premio?
¿Ustedes creen que estamos produciendo transformación social?
Señores, nos hemos vuelto irrelevantes para aquellos para los cuales deberíamos generar un impacto. La razón es simple, no entendemos sus imaginarios y pretendemos encausarlos con un discurso. No hemos podido entender que la televisión es la mejor alternativa para masajearse después de una jornada. Que ese colombiano ajeno a ese discurso es ajeno porque no se lo sabemos construir.
¿Quién dijo que televisión educativa es mostrar casos excepcionales de educación en un documental?
¿Quién dijo que hacer televisión cultural es hacer un programa de arte cuando sabemos que toda la televisión es cultural?
Sufrimos de un grave problema en ese autismo de la esfera pública porque esta no existe en los términos en los que habla Habermas.
Simplemente somos unos pocos interesados en una discusión que se volvió un particular ejercicio dialéctico que deja por fuera al televidente. Hace unos años en el encuentro de televisión organizado por la universidad del Norte pregunté con ingenuidad, en medio de tanto ser conmovido por la sociedad, por el televidente. Puedo dar fe que nadie me entendió de qué o quién hablaba. En cambio sí apareció alguien hablando de las bondades del nuevo modelo de televisión pública, aquel que paradójicamente continuaba aplaudiendo al autor por encima del comunicador. La televisión terminó de cerrar su ciclo. Comenzamos pensando por el televidente y no en el televidente y terminamos, cuando nos vimos despojados de su mirada por segregarlo, cosa distinta de segmentarlo.
Aun hoy se fomenta ese proyecto de crear autores. Aquellas prácticas no deberían tener el rótulo de la comunicación, pues revelan una precaria condición investigativa y una poco acertada mirada del contexto.
Quieren que les diga, para su dolor qué y cómo fomenta identidad y memoria en nuestra ciudad, El Jalapeño, Enfarrados y esos otros tantos programas que llamamos de manera sesgada poco contribuyentes o malos, o sencillamente inaportantes a la construcción de la cultura y la educación.
¿Saben por qué son coherentes?, porque acogen las valoraciones estéticas y emocionales de lo que somos, aportan el uso y la gratificación de aquello que queremos. ¿Saben por qué? Porque lo que somos o hemos sido no se logra por la televisión. Se logra por un conjunto de mecanismos sociosemióticos insertos en la memoria de nuestros valores, nuestro folclor y nuestro patrimonio.
Muchos aun hoy siguen hablando del ejemplo de la televisión pública europea. Nunca he entendido por qué, pues a mi juicio, la televisión inglesa no hace ingleses cultos, simplemente, los ingleses hacen televisión.
Nos hemos preguntado por la memoria y la identidad en el televidente por su consumo del audiovisual local?
Creo que esa es la verdadera tarea.
Yo detesto aquellos lugares donde se debaten asuntos puntuales en momentos excepcionales y dictaminan como frase final “la pregunta queda abierta”. Prefiero dejarles una reflexión.
Es solo aquel día en el que valoremos las expectativas del visionado cuando tendremos un logro significativo en aquello que tanto cacareamos. Por ahora debemos conformarnos en debatir estos asuntos entre nosotros. Todo porque no entendemos que sin Consumo no existe la apropiación, y sin apropiación no existe aquello que llamamos transformación social.

Mauricio Velásquez

lunes, 3 de agosto de 2009

El Cajón Te Ve en OurMedia8

El pasado 30 de Julio tuvimos la oportunidad de socializar, una vez más, nuestro estudio 2012: Prospectivas de la televisión de interés público de producción local en Medellín, en un panel donde se abordaba el tema "Nuestros Medios: ¿Sostenibles, Participativos y ciudadanos?".



La recepción de los principales hallazgos del estudio nos reafirmó en nuestras inquietudes con respecto a la manera como percibimos el contexto de la industria de la televisión en Medellín, pues se generaron bastantes reacciones con respecto al panorama que hasta ahora venimos describiendo: Estamos produciendo "auto-medios", no estamos comunicando y, en ese orden de ideas, no se vislumbran cambios conceptuales sustanciales para la televisión de producción local en los próximos tres años.

Conoce la labor de OurMedia: http://ourmedianetwork.org/

TODO EL GRUPO OUR MEDIA:

sábado, 25 de julio de 2009

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El Cajón Te Ve on Facebook

lunes, 9 de febrero de 2009

¿De qué hablamos cuando hablamos de lo público en Televisión?



Actualmente, la televisión en Colombia se encuentra sufriendo importantes transformaciones, tanto en el nivel técnico, como legislativo y comercial. En este contexto la televisión denominada pública en el país no ha tenido un papel preponderante, y, en su lugar, se ha limitado a acoger las decisiones estatales sobre el papel que en este escenario desempeñan los oligopolios tradicionales de la televisión privada, ya que, al fin y al cabo, de ellos depende su propia sostenibilidad. La televisión pública, en este marco normativo dictado por las leyes de mercado, podríamos decir que se encuentra tambaleante, al menos en lo que a su filosofía constitutiva se refiere.
Por lo anterior, me propongo realizar una revisión sobre los principales conceptos de lo público que actualmente se asocian a un medio de comunicación masivo como lo es la televisión. Y es que lo público en televisión se manifiesta de todas las formas conocidas: como bien y servicio, como espacio de encuentro y discusión, como aglutinador del interés general y como lo asociado a lo que es y a lo que no es estatal.
El televisor y la televisión
La televisión, como un bien, debe considerarse en dos aspectos: como el dispositivo receptor de la señal televisiva y como la señal misma, y como tal, es considerado un bien necesario para el 95% de las familias colombianas (según la Encuesta de Calidad de Vida realizada por el DANE en 2003). Lo anterior es esencial en términos de políticas públicas y regulación, ya que al ser un bien tan deseado por los hogares, debe ser eficiente y de calidad.
Como bien público, la televisión pública no excluye a nadie ni genera rivalidades. A su vez, la televisión colombiana pública, como bien, se categoriza de tres maneras. La primera, está asociada a la emisión de la señal, la segunda a la posibilidad de consecución del dispositivo y la tercera a la pluralidad y transparencia de la información. En la primera categoría, se afirma que la televisión pública no genera rivalidades, ya que el hecho de que la consuma un usuario, no hace que la calidad ni la disponibilidad de la señal de televisión varíe para el resto de usuarios que deseen consumirla. Pero para que un consumidor pueda ver la señal de televisión pública, debe, inicialmente, contar con el dispositivo para ello, en este caso, el televisor. Con una población que en un 95% posee el dispositivo, y por lo tanto se encuentran en capacidad de recibir la señal, hace que la televisión pública pueda ser considerada un bien público puro.
Hernando Gómez Buendía en su texto La Hipótesis del Almendrón, elabora una concisa arqueología del término: “León Duguit propuso su definición clásica desde el derecho (1931): ‘público es todo bien o servicio destinado a la satisfacción de las necesidades comunes e indispensables de los asociados’. En economía, Paul Samuelson (1954) formalizó el concepto de ‘bien público puro’, como aquel que sirve a varios consumidores y de cuyo consumo nadie puede ser excluido (o donde el costo de excluir a alguien supera al beneficio de hacerlo). Al lado del caso puro, la literatura económica fue identificando una serie de bienes no completamente privados es decir, de situaciones en las cuales la iniciativa privada no proveería una cantidad adecuada del bien o servicio en cuestión (Head, 1974; Lane, 1985)”[1].
Dentro del marco regulativo existente para la televisión pública en Colombia, encontramos que en la Ley 182 de 1995 del Congreso de la República se determina la Naturaleza Jurídica, Técnica y Cultural de la Televisión como “ un servicio público sujeto a la titularidad, reserva, control y regulación del Estado, cuya prestación corresponderá, mediante concesión, a las entidades públicas a que se refiere esta Ley, a los particulares y comunidades organizadas, en los términos del artículo 365 de la Constitución Política”, y, como servicio público “es deber del Estado asegurar su prestación eficiente a todos los habitantes del territorio nacional”.
Más adelante, la misma ley determina que la televisión es un servicio público no esencial, lo cual no desobliga al Estado de garantizar, a través de su prestación, la satisfacción del interés general, al estar asociada la televisión con el derecho fundamental de la información (Constitución Política de Colombia, artículo 20).
Esta pues sería la primera acepción de lo público asociado a la televisión en Colombia: su carácter técnico, tanto como un bien y como un servicio. Pero nuestra legislación realiza distinciones más profundas, encaminadas a diferenciar la naturaleza de la prestación del servicio a través de la concesión del mismo, y es así como entra en juego explícitamente la dicotomía público/privado en términos de la señal, siendo abierta con la posibilidad de ser captada por cualquier dispositivo de televisión dentro del territorio nacional y cerrada o por suscripción, cuando su recepción sólo está autorizada a los suscriptores de la señal.
Es esta pues una dicotomía sostenida sobre los derechos de propiedad: “lo público está abierto a la pertenencia de todos con base en el principio jurisdiccional de la inclusión. En tanto que lo privado se basa en el referente antípoda. Aquello privado (…) significa una privación, vale decir una exclusión, una abstinencia”[2].
Ahora, la naturaleza pública de la televisión trasciende sus aspectos técnicos para entrar en el campo de la libertad de expresión y el acceso a la información como derechos fundamentales. Aquí la televisión cumple un rol crucial. Como vehículo de la información, la televisión pública presta un servicio que podría ser calificado de esencial, principalmente por el papel preponderante que los hogares le otorgan, ya que, de alguna manera, afecta sustantivamente la calidad de vida de las personas.
¿De quién es la televisión pública?
En los términos anteriormente descritos, sólo queda claro el hecho de que el espacio electromagnético por el que viaja la señal de televisión es propiedad del estado, pero, ¿a quién corresponde determinar y producir los contenidos de la televisión pública? Obviamente el estado debe regular lo que allí se emite, intentando hacer prevalecer los valores y sin atentar contra las audiencias infantiles, pero eso ¿la hace también responsable de la producción? Retomando nuestra Constitución Política, con el mismo artículo 20 citado previamente, se trasciende el antiguo concepto de la libertad de prensa enunciado por la Constitución de 1886 para avanzar hacia el reconocimiento de la libertad de expresión de las ideas, el derecho a recibir información imparcial y veraz, establecer medios de comunicación socialmente responsables, el derecho de rectificación y la prohibición de la censura, pero, ¿cuáles son sus principales manifestaciones hoy?
En nuestro contexto, la televisión colombiana está regulada por la Comisión Nacional de Televisión, quien, entre otros deberes, asigna las frecuencias a los concesionarios del servicio y vigila los contenidos. Poco o nada hemos experimentado, por vivencia propia de la cotidianidad, los ideales comunicacionales de Jesús Martín Barbero, Germán Rey y otros quienes sueñan la televisión pública como el lugar de la construcción de ciudadanos plurales, heterogéneos, conscientes, capacitados para el debate y preocupados por el desarrollo de su sociedad[3]. En su lugar, nos encontramos con canales de televisión gerenciados por personajes designados por las administraciones públicas, sin excepción, gerentes que, en consecuencia, deben garantizar a sus mentores la calidad de la información sobre su gestión, lo cual nos lleva a las consecuencias obvias de la programación televisiva pública con la que hoy contamos. La televisión, como bien público, debería tener garantizado el uso y acceso de los ciudadanos a ella, trascendiendo el papel de espectadores pasivos al cual han sido relegados por más de 50 años de historia del dispositivo en Colombia. Lo anterior ha sido tímidamente propuesto para los canales comunitarios y para aquellos sin ánimo de lucro, sin embargo, incluso en esos niveles, el acceso a los mismos está mediado por los intereses de su dirección. Esto nos lleva a una discusión fundamental: ¿quién produce la información en un contexto democrático como lo es el colombiano?
En primer lugar es necesario hacer énfasis sobre lo democrático, que, para el caso conjuga la existencia de unos derechos, los cuales pueden resumirse en libertad de asociación, libertad de expresión, derecho a elegir y ser elegido, disponibilidad de fuentes heterogéneas de información; garantía de elecciones regulares y de que las políticas públicas dependan de las preferencias y el voto de los ciudadanos. Dentro del tema que en este caso nos convoca, queda claro pues que el acceso a la información, la libertad de expresión y la transparencia de la comunicación pública, son esenciales en la configuración de una democracia. Una democracia es legítima si cuenta con canales de comunicación pública abierta a todos, siempre y cuando esté previamente acreditada por la sociedad civil, punto de partida de las utopías comunicacionales públicas: “hay democracia en la medida en que no sólo la gente se informa, sino sea capaz de contrainformar, de debatir y de que su palabra también sea pública”[4]. Es el afán de legitimación de las propias ideas, sumado al sistema económico capitalista que en los últimos tiempos ha promovido la privatización de algunas instituciones públicas, lo que ha conllevado a la apropiación de los medios de comunicación por parte de oligopolios, llevándose consigo gran parte de la pauta publicitaria, disminuyendo los ingresos que por ese concepto tienen los canales públicos nacionales y regionales, lo cual ha favorecido la concentración de la información en pequeños grupos y, por ende, la prevalencia de la desinformación.
El contenido de los principales medios informativos privados, que, paradójicamente, son los que cuentan con mayor preferencia por parte de la audiencia, carecen de contenido, de análisis, su interés es la divulgación del poder político en lugar de la visibilidad de lo ciudadano. Esto último ha contribuido a la creciente apatía por parte de los ciudadanos hacia los asuntos públicos, permitiendo con ello que sean otros los que piensen y asuman la toma de sus decisiones.
Como bien lo afirmaba Alain Touraine: “La democracia se ve privada de voz si los medios, en lugar de pertenecer al mundo de la prensa, por lo tanto al espacio público, salen de él para convertirse ante todo en empresas económicas cuya política está gobernada por el dinero o por la defensa de los intereses del Estado. En los países industrializados existe el peligro de que el Parlamento sea absorbido por el Estado y los medios por el mercado”.[5] Sin ser considerados como un país industrializado, en Colombia hace rato que comenzamos a transitar este proceso.
De ahí el interés por revalidar los ideales de la comunicación pública, específicamente en lo que corresponde al establecimiento de medios-espacios públicos donde los ciudadanos puedan participar sin necesidad de pasar por el filtro de las instituciones gubernamentales o los del mercado.
Televisión, visibilidad y opinión.
Ser visible por medio de la televisión es significante de tener poder de opinión, de ser relevante para tal o cual tema, es ser legitimado por el mismo medio: “en el ámbito de lo público. Sólo en dicho ámbito (el hombre) puede experimentar el valor de su propia visión del mundo, pues es allí donde ésta puede aparecer, vale decir, mostrarse ante los demás y, a través de la confrontación, tener la posibilidad de la mutua persuasión entre hombres a la vez distintos e iguales.
(…) Estar vivo significa estar movido por una necesidad de mostrarse que en cada uno corresponde con su capacidad de aparecer (…) El ‘parecer’ –el ‘me parece’, dokei moi- es el modo, quizá el único posible, de reconocer y percibir un mundo que se manifiesta. Aparecer siempre implica parecerle algo a otros, y este parecer cambia según el punto de vista y la perspectiva de los espectadores”[6]. Pero, ¿quiénes pueden aparecer? No es posible extrapolar las concepciones de Arendt a un fenómeno como lo es el de la televisión, y no es posible, sencillamente, porque no se puede tener acceso al medio por voluntad propia, es necesario ser invitado, lo que, a todas luces, contradice la dicotomía de lo privado/público sobre la que se sustenta la televisión pública en Colombia. No me refiero con ello a la necesidad de establecer una anarquía del medio, no, al contrario, el medio debe ser regulado y debe contar con un direccionamiento, pero este debe ser de una entidad independiente de las administraciones públicas con lo cual podría permitirse un mínimo de autonomía editorial. Guardadas las proporciones con los ideales de la comunicación pública, puede decirse que en Colombia, el único canal que podría ostentar sin rabo de paja el calificativo de público, es el Canal Uno. Con todas sus carencias, es el único canal en el país que perteneciendo a la red pública de televisión nacional, abre espacios para todas las voces, incluso aquellas que contradicen las políticas de los gobernantes de turno. Esa es su más encomiable manifestación como canal público, sin embargo, no es el preferido de la audiencia.
Todas estas situaciones hacen que las elucidaciones de Habermas sobre la esfera pública, nos resulten amargas y casi inalcanzables, y con ello, la imposibilidad de contar con una opinión pública heterogénea y desinteresada se hace más evidente. Habermas decía: “Bajo esfera de lo publico entendemos en principio un campo de nuestra vida social, en el que se puede formar algo así como opinión pública. Todos los ciudadanos tienen -en lo fundamental-, libre acceso a él. Una parte de la esfera de lo público se constituye en cada discusión de particularidades que se reúnen en público. En este caso, ellos no se relacionan ni como hombres de negocios o en el ejercicio de sus profesiones, cuyos asuntos particulares les motivarían a hacerlo, ni como compañeros con obligaciones estatutarias de obediencia, bajo disposiciones legales de la burocracia estatal. Como concurrencia, los ciudadanos se relacionan voluntariamente bajo la garantía de que pueden unirse para expresar y publicar libremente opiniones, que tengan que ver con asuntos relativos al interés general. En el marco de una gran concurrencia, esta comunicación necesita de determinados medios de transmisión y de influencia; tales medios de la esfera de lo público, son hoy: periódicos y revistas, radio y televisión. (…) El título de "opinión pública" se relaciona con las tareas de la crítica y del control, que practica informalmente la concurrencia ciudadana (también formalmente durante el periodo de elecciones) frente a la dominación organizada del Estado”[7].
Regresando a nuestra realidad, y en oposición al pensamiento habermasiano, es evidente cómo la televisión pública colombiana se configura con mayor intensidad en el espacio público de la autoproclamación estatal, proselitista y partidista. No era sin razón pues, que Habermas consideraba lo político antagonista de lo público. Por ello no resulta sorprendente que las audiencias continúen –con razón- asociando la noción de espacio público con la institución tradicionalmente identificada con la actividad pública, es decir, el Estado.
La audiencia cuenta ahora con suficientes elementos para evitar fiarse de lo que se le afirma en la televisión, eso en el mejor de los casos; en el peor, simplemente recibe pasivamente aquello que se le enuncia y sobre ello elabora su propia comprensión del mundo: “la opinión pública deja de ser formación consciente y racional de voluntad colectiva y se transforma en manipulación y aclamación. La penetración de intereses privados en la esfera pública transforma la discusión racional en demandas y reclamos propagandísticos, la argumentación en identificación”.[8] Las personas y organizaciones interesadas en figurar en la esfera pública lo hacen con el único propósito de aumentar su propio prestigio, sin permitir que esto sea objeto de debate. Asimismo actúan los Estados y las corporaciones, evitando con ello formar un público crítico, y, en su lugar, promueven la movilización basada en las emociones sustentadas en la inmadurez política y el desinterés participativo de los ciudadanos. Círculo vicioso que hace que lo público siempre termine en las manos equivocadas.
El papel de los medios de comunicación y específicamente de la televisión pública con todas las ventajas que ésta podría ofrecer a su audiencia, hace que resulte inaplazable un debate a la propiedad de los medios públicos en Colombia y sobre el uso que los ciudadanos deben hacer de ellos.
A manera de conclusión
En nuestro contexto, la televisión pública nunca lo será en su totalidad mientras se restrinja del acceso a la misma, a manera de productores y protagonistas, a la ciudadanía en general, No es aceptable mantener el concepto de lo público en televisión sobre la base de un servicio que se otorga gratuitamente a cada hogar pero sin criterios de calidad.
La tensión existente entre la naturaleza pública de la información y las presiones del mercado, debe ser regulada por entes autónomos e independientes, libres de intereses económicos y motivados por hacer prevalecer el interés general. La regulación al servicio público de televisión debe también propender por evitar la apropiación de los medios por parte de las industrias y con ello garantizar que los medios cumplan con su razón de ser: comunicar con libertad e independencia. Dicha regulación también debe hacerse por parte de un ente autónomo, en compañía de la sociedad civil.
Sin embargo, es consabida la poca aversión que tiene la ciudadanía colombiana hacia la monopolización de la información y menos sobre la propiedad de los medios. Estos temas no afectan la cotidianidad ni la capacidad adquisitiva, por lo tanto, son fácilmente relegados, con lo que se le da carta blanca a quienes se quieran apropiar de la discusión a su manera.
Hace un par de años una iniciativa del CONPES pretendía gravar la posesión de cada televisor con la intención de obtener de ello los recursos para la financiación de la red pública de televisión, tal y como se hace en países como Francia, Inglaterra e Italia, con lo cual se acentúa el carácter público de la televisión. Dicha iniciativa no prosperó. Tal fracaso se puede comprender teniendo en cuenta que la televisión pública en nuestro país no es masivamente consumida, y era predecible que de anunciar dicho gravamen, la audiencia preferiría que se cerraran sus canales públicos ya que, al fin y al cabo, no los ve. Esto nos llevaría a otro debate mucho más complejo sobre la pertinencia y la eficacia de las narrativas de la televisión, pero esta no es la ocasión para ello. Sin embargo, la actual penetración que tienen los canales públicos de televisión en las rutinas programáticas de los televidentes es tan incipiente, que no resultará extraño el momento en que dichos canales pasen a ser operados por concesionarios privados con el respectivo cambio normativo que ello implicaría.
Sin embargo, con lo anterior, no sería del todo acertado proponer la hipótesis de la desaparición de la televisión pública colombiana, ya que, como lo han demostrado las recientes administraciones nacionales, regionales y locales, ésta se ha convertido en el mejor paraíso politiquero para el pago de favores y para la mejora en los indicadores de gestión de las oficinas de comunicaciones de las administraciones. En lugar de promoverse tantos debates sobre el deber ser del contenido de la información y la calidad de la programación educativa y cultural, primero debe resolverse ese gravísimo sistema clientelista que determina el rumbo de los canales de televisión pública del país.
Reivindicando el derecho a lo público no-estatal en televisión
Si el tema de la propiedad de los medios va a tomar tiempo en desarrollarse y alcanzar las esferas y las mentes que puedan elaborar un debate altruista sobre el asunto, no así sucede con el debate sobre lo público en televisión, ya que este se ha abierto importantes espacios –no televisados- en donde se aborda el tema desde distintos puntos de vista. Son numerosas las organizaciones que a nivel micro se están haciendo cuestionamientos sobre el deber ser de la comunicación pública y como un adecuado ejercicio de la misma, mejoraría sus niveles de vida y de participación. Y es que, como lo afirma Juan Camilo Jaramillo “el concepto de comunicación pública actualiza, en síntesis, la lucha de los sujetos por intervenir en la vida colectiva y en el devenir de los procesos políticos concernientes a la convivencia con “el otro” y por participar en la esfera pública, concebida ésta como el lugar de convergencia de las distintas voces presentes en la sociedad”.[9] El objetivo de la comunicación pública consiste en adelantar procesos de consenso y disenso social que motiven a la acción, a la movilización, con la intención de negociar propósitos comunes. Es pues la comunicación pública la verdadera oportunidad para la construcción de sociedades plenamente democráticas, gracias al desarrollo de escenarios de interacción para los ciudadanos. Es el espacio para la acción donde las propias comunidades demuestran sus posibilidades como organizaciones y por ende su viabilidad. Como afirma Manuel Martín Serrano, la comunicación pública es una “forma social de comunicación en la cual la información se produce y distribuye por el recurso a un sistema de comunicación, especializado en el manejo de la información que concierne a la comunidad como un conjunto”.[10] Sin embargo, persiste el gran problema de la falta de participación de la comunidad, lo cual se explica bien en su falta de ilustración o bien en su desconocimiento sobre lo político y lo público. Este es el primer escenario donde debe actuar la comunicación pública, formando ciudadanos participativos, conscientes de sus derechos y sus deberes en la sociedad.
BIBLIOGRAFÍA
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VARELA BARRIOS, Edgar. Desafíos del Interés Público. Identidades y Diferencias entre lo Público y lo Privado. P. 21. Universidad del Valle. Cali, 2005.


[1] GÓMEZ BUEN DÍA, Hernando y LÓPEZ MICHELSEN, Alfonso. La hipótesis del Almendrón en ¿Para dónde va Colombia? Santafé de Bogotá, Tercer Mundo, 1999.
[2] VARELA BARRIOS, Edgar. Desafíos del Interés Público. Identidades y Diferencias entre lo Público y lo Privado. P. 21. Universidad del Valle. Cali, 2005.
[3] Ver Televisión Pública, del consumidor al ciudadano. RINCÓN, Omar (Comp). Convenio Andrés Bello – Fundación Friedrich Ebert Stifung. 2001
[4] BARBERO, Jesús Martín. Los oficios del comunicador. En: Revista Co-herencia. Revista de Humanidades- Universidad Eafit. P. 7. V. 2. Enero-Junio 2005.
[5] TOURAINE, Alain. ¿Qué es la democracia? P. 220. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires.1995.
[6] ARENDT, Hannah. La Vida del Espíritu. P. 45 Paidós, Barcelona, 2002.
[7] HABERMAS, Jürgen. Historia y Crítica de la Opinión Pública. P. 123-124. Gustavo Gili, España, 1994.
[8] RABOTNIKOF, Nora. En Los Espacios del Hombre. El contenido público de la administración estatal. P. 19. Revista Trayectorias. Universidad Autónoma de México. 1999.
[9] JARAMILLO, Juan Camilo. “Comunicación Pública y Movilización Social”. Proyecto de Comunicación Pública. P. 15. Imprenta Departamental de Antioquia, Medellín, 2002.
[10] MARTÍN SERRANO, Manuel. “La producción social de la comunicación”. P. 24. Madrid, Alianza Editorial. 2004.