miércoles, 3 de septiembre de 2008

A propósito del Canal Universitario Nacional/A propósito del Canal U...[1]

La televisión educativa y cultural en Colombia: la deformada idea del dispositivo como medio.

Por Mauricio Velásquez H.

Erróneamente, ahora consideramos que no debemos aprender a hacer televisión sino que debemos enseñar a verla.

Hace poco, en una pregunta que me hicieron de manera espontánea, encontré una reiterada particularidad: en la actualidad, cuando corre el afán de brindar información a partir del uso de la televisión como mediador, no es exclusivo de aquellos que de ella se sirven el creer que es simple utensilio contenedor de mensajes que llegarán a un espectador, es generalizada la idea deformada de que el dispositivo está allí y por sí solo constituye un objeto en el cual podemos verter cualquier tipo de mensajes. Se preguntarán entonces si pretendo regresar a la discusión añeja de la forma y el contenido, a lo cual responderé que no, pues como he sostenido en el pasado, es en definitiva el eficaz balance de ambos lo que redunda en la pertinente y relevante lectura del televidente. Es preciso señalar, eso sí, que se antoja curioso cómo después de tantas apreciaciones en tal sentido, resulta que una cosa es aquello que se ostenta en la academia (el conocimiento) y otra, sustancialmente contraria, la que se aplica en la industria (la intuición, la adivinación y la sospecha). Seguimos cometiendo los mismos errores de siempre, aun habiéndoles señalado en el pasado.

Sólo para citar un ejemplo que ilustre lo anterior, hace dieciséis años, el autor Sergio Ruiz Cuartas sostenía en su artículo Sospechas y perspectivas de la televisión regional, que “…Hoy más que nunca, la TV regional está obligada a estudiar su comportamiento y la oferta televisiva que le ofrece a sus teleespectadores.”[1]

Lo que pretendo plasmar en estas líneas es, nuevamente, una reflexión hacia la inconmensurable capacidad semiótica de la televisión, su poder para la reelaboración del sentido y la reconfiguración de los modos, maneras y mecanismos que rigen el devenir del cuerpo social. Habrán entendido entonces que me ocuparé de los usos de aquellos que la hacen y no de aquellos que la consumen.

Para ello, comenzaré por contar que me buscaron en asesoría para la elaboración de un programa de televisión en estudio sobre un tema de interés académico. Mi respuesta no fue determinadamente negativa, en el sentido de que traté de persuadir a mi interlocutor de cambiar su idea de “hablemos de tal cosa con tal persona que conoce el discurso sobre tal tema y yo entrevisto, atendiendo las preguntas comunes que el televidente común haría en casa”, por uno que no acudiera a tan suspicaz modelo de entrevistas, pues a mi juicio, no sólo es un esquema –algunos lo llaman formato- tan resueltamente ineficaz, sino que acude a la disposición de todo tipo de figuras y maniqueos que en la actualidad son menos relevantes para la sociedad de lo que consideramos. A manera de ejemplos de dichos programas podría citar los nombres de algunos de ellos, pero para no caer en nimiedades, tan sólo diré que en su mayoría, son responsabilidad de productores y directores que, curiosamente, parecen saber “mucho” de televisión y poseer “mucha” experiencia haciéndola. Incluso, hace poco, un alumno me contaba que alguno de dichos expertos realiza talleres donde indica que "lo más importante en televisión es conseguir expertos", porque, según él, y aquí viene un argumento delicado, "ellos son los que saben, y usted simplemente se debe limitar a entrevistarlo". Pregunto yo, ¿Será entonces el invitado el responsable también de la narrativa, de la estructura que se proponga desde un guión?.

Obviamente debemos considerar ciertos aspectos que hacen de cierto tipo de propuestas el lugar común de nuestra televisión, en especial cuando hablamos de interés público, social, educativo y cultural. El primero de ellos tiene que ver con la impertinencia.

Nuestra televisión no sólo está permeada por el clientelismo y la burocracia sino por una hipótesis cuasilógica que hemos aceptado sin reparos:

“¡La televisión educativa y cultural es necesaria!”.

Me veo en la perentoria urgencia de hacer la disección en la especie de este tipo de enunciado pues contiene por efecto de aceptación social (costumbre) un argumento que nadie discutiría:

“¡La educación y la cultura son necesarias!”

Evidentemente nadie pondría reparos en el uso de un objeto como la televisión al servicio de la mediación para los mensajes de semejante hipertexto, pues ciertamente la educación y la cultura no sólo son necesarias, son ineludibles en el armazón de cualquier sociedad. El problema existe, insisto, en las maneras en que usamos el medio para mediar la información.

Debemos atender una serie de señales particulares del contexto y el entorno en el que una propuesta ha de ser instalada, pues debe cumplir con un fin pertinente en la sociedad. Lamentablemente, en nuestro país, pocas veces se atiende a este fin, aun a costa de que en ocasiones es la sociedad quien subsidia los recursos para intentar lograrlo. Una de esas señales es, sin duda, que el mercado de las posibilidades de canales se ha multiplicado en todos los estratos, y el televidente, lenta pero paulatinamente, está dirigiendo su atención a otros espacios.

No perdamos de vista la hipótesis que contiene en sí misma su argumento: “¡La televisión educativa y cultural es necesaria!”, pues desde hace varios años existe el fenómeno de la disminución de audiencia[2] para las propuestas de interés público, social, educativo y cultural, situación a la que, definitivamente no sólo se le presta poca atención sino que cuando se trata como temática pocos resultados se desprenden de su discusión. Erróneamente, ahora consideramos que no debemos aprender a hacer televisión sino que debemos enseñar a verla.

Lo anterior es una extendida costumbre, pues el televidente es considerado como un iletrado que no debe condicionar a quienes hacen la televisión. En el mismo sentido, Ruiz Cuartas citando varios conceptos al respecto, sostiene que:

El grupo organizacional de los periodistas adolecería de lo que se ha dado en llamar “mentalidad narcisista” (cfr. Thevenet, 1986: 142 y ss.) caracterizada por un apartamiento del entorno que cuidaría especialmente cualquier información que pudiera cuestionar su función dentro de la sociedad o que amenazara con destruir el armazón que sustenta su legitimación externa. En ese sentido algunos autores (cfr. P. ej., Schlesinger en McQuail, 1985:146, o Wolf, 1987:283) han visto en la falta de relación con las audiencias no sólo un problema de autismo, sino incluso de hostilidad en defensa de una hipertrófica autonomía profesional.”

“…no desean ser condicionados por las posibles exigencias de sus públicos. La “imagen de audiencia” que acompaña a esta hipótesis presenta a los receptores como sujetos sin la cualificación suficiente como para proporcionar a los informadores juicios adecuados sobre el trabajo periodístico (ver McQuail, 1997:111). Este razonamiento conduce a los emisores a explicar una “audiencia baja” a través de una argumentación elitista”[3].

¿Hasta cuándo habrá que seguir insistiendo en que los consumos de la audiencia deben ser tenidos en cuenta para estructurar la oferta?, pues, definitivamente, cada vez más se comprueba que los usos que hace de la televisión difieren de aquello que sus responsables “intuyen”. Debemos reconocer los modos del televidente.

La multiplicación indiscriminada de canales, y su consecuente multioferta de imágenes, provoca nuevos estándares de beneplácito, pues en otras señales hay un mejor aprovechamiento en el reconocimiento de las televidencias y su búsqueda lógica de masajes lúdicos y afectivos[4] , es decir, son eficaces en una justa medida con el dispositivo y los usos y gratificaciones que de él se desprenden[5]. Entretienen y de paso, en ocasiones, forman e informan. Algo escaso en nuestro contexto, a pesar de la normatividad existente que obliga a la televisión a satisfacer los gustos y hábitos de los televidentes.[6]

Quiero hablar sobre este aparte porque desde hace años señalo que es un factor que incide directamente en el descenso de la demanda de la televisión de interés público, social, educativo y cultural. El efecto que se crea en la multiplicación de los imaginarios audiovisuales en el espectador es su obvia migración de los canales nacionales, regionales y locales con interés público, social, educativo y cultural, pues los mismos, sin ser resueltamente malos, son resueltamente impertinentes por no atender a los gustos que sí ofertan otros foráneos. La penetración de nuevos y atractivos formatos hace parte de una avisada apertura económica y a la cual sólo han sabido hacer frente los canales públicos comerciales de señal abierta (RCN y Caracol). Si aun sobreviven los demás canales ha sido gracias a que su estructura y tradición en la industria televisiva los ha instalado, mas no perpetuado, como patrimonio; pero, ¿cómo estamos educando a las nuevas generaciones para el uso y la atención de sus señales?

Es evidente que son diferentes las ofertas de los canales foráneos y los nacionales, en especial por sus formatos, sin embargo no comparto las consideraciones que algunos atienden para resguardar sus inconsistencias y obviamente su falta de audiencia.

Son varios los hechos que podríamos señalar como factores que inciden directamente en las diferencias entre ofertas y ofertas, sin embargo, no creo que el de los recursos sea ni siquiera esencial, pues la efectividad de “unos” no siempre está dada por los recursos operativos de que disponen, ello es más la disculpa de “otros” para enmascarar una ineficacia narrativa y, algunas veces, el ardid para señalar cierta falta de apoyo institucional. En realidad no hay tales. En Colombia la mayoría de los canales que atienden la educación y la cultura (aunque por acto legislativo todos los canales deben atender tales premisas) posee el suficiente equipamiento tecnológico (en ocasiones de última generación) para el desarrollo de sus propuestas, y su recurso humano tiene el suficiente conocimiento de su manejo. Es en los procesos de gestión, en la concepción y, por supuesto, en la impertinente fiscalización de sus interventores (aquellos que “saben” lo que el televidente debe o necesita ver) donde radica el desaliño de nuestra televisión. Cada una de las partes carga con algo de la culpa, pues todas ejecutan un presupuesto que ha de ser ejecutado, pero no atienden con dinamismo los fenómenos sociales que rodean la realización de tal o cual programa de televisión. A pesar de la existencia de innumerables estudios que evidencian ciertos fenómenos de respuesta cognitiva en el espectador, atendemos a los mismos procesos “pragmáticos” para elaborar propuestas televisivas. Desencadenamos métodos que por años hemos considerado los adecuados sin haber atendido a los errores tantas veces señalados.

Es cierto que en algunos casos no sólo ya no existe el tiempo ideal para detenerse a pensar en una propuesta, además se debe contar con que se tiene menos tiempo para grabar y editar, es decir, la industria cada vez más nos hace empacar al vacío programas con serias inconsistencias en sus formatos, y que a la larga, lentamente van convirtiendo a los canales que los emiten en accidentes del zapping. Cuando estos programas se hacen reiterativos en dichas señales, el espectador llega incluso al extremo de eliminarlos de su ronda de canales. Sea una de estas las razones por las cuales el programa de entrevistas en estudio se ha hecho común y acuda a ciertos códigos clichés (como los movimientos de encuadre y foco al interior del plano de cámara) para salvar la ausencia de una coherente narrativa audiovisual al servicio de un contenido.

El asunto aquel de la defensa de ciertas propuestas como paradigmas de participación es un sofisma, ya que en muy pocas ocasiones ocurre que las mismas se desarrollen en directo y permitan la interacción con sus espectadores. Además ciertos personajes de ciertos programas se tornan resueltamente pretenciosos del conocimiento y con su actitud repelen la audiencia haciendo que ésta simplemente no considere la posibilidad de una llamada, un correo electrónico o un Chat.

El concepto del programa en vivo con aforo de público en el propio estudio, por ejemplo, es poco aprovechado en este tipo de televisión. Los programas resultan por lo tanto un “charladero” entre sujetos que parecen transmitiendo desde algún bunker decorado, (como si la era pos-atómica ya hubiera tenido lugar y los humanos interactuaran sin salir por miedo a exponerse a la lluvia ácida o a los gases de invernadero acaecidos por la misma). Cada vez se ve menos los paisajes urbanos y todavía menos los rurales, porque un gran porcentaje de los programas se hacen en estudio.

Al parecer, dicen unos, fomentan la participación y favorecen la aproximación al conocimiento por ejercer una narrativa lineal. En mi concepto “son lo que son” porque al parecer “son” la única idea que se le ocurre a la gran mayoría y eso, sin detenernos, en que es resueltamente barato hacerlos. Un ejercicio que valdría la pena atender sería acoger propuestas que, por la irremediable necesidad de hacerlos en estudio, comiencen a explorar posibilidades de todo tipo en sus construcciones narrativas. Yo propondría, por ejemplo, que atendieran a la metáfora, que narraran reconociendo en sus lenguajes los ejes sintagmáticos y paradigmáticos a partir de los cuales pudieran sugerir imágenes reconocibles por el espectador como códigos propios o comunes a su cosmogonía. Salvaríamos así la necesidad de una aparición constante de lo que se ha reconocido como “bustos parlantes” o “cabezas parlantes”, pues, como relataba anteriormente, el espectador, gracias a su multiplicación de oferta, ha comenzado a asistir a nuevos niveles estéticos que replantean el orden de su gusto por ciertas imágenes y su lectura de información, que de manera entretenida se le está suministrando a través de modelos diseñados con eficacia. No atender estos imaginarios narrativos es negar la necesidad lúdica del televidente.

También debemos prestar atención a que hemos dejado hacer carrera a ciertos “presentadores” en su necesidad de “ser” en tanto “salen” en televisión. Algunas deformadas ideas del poder llevan a ciertos individuos a creer que la televisión es un lugar propagandístico por sí mismo. Lo que estas personas están haciendo es, por el contrario, generar a su alrededor una antipatía catódica, es decir, un natural acto del televidente a repeler su aparición.

Quisiera arrojar una hipótesis de cómo funciona la semiótica de los afectos televisivos: Un realizador o productor de televisión propone un programa que comienza a ser emitido, causando una reiterada impresión en el televidente. La frecuencia constante de su propuesta al aire genera un ritmo medianamente consistente en la percepción del sujeto. El televidente reseña en su memoria aquellos tipos de imágenes/mensajes que caracterizan el programa en cuestión, (su presentador, su escenografía, sus tipos de encuadres, su sonido). Si el formato se le antoja atractivo, es decir, si existen algunos elementos y códigos que permitan un diálogo entre aquello que se le emite y su propia enciclopedia individual cognitiva al percibirlo, podrá visitarlo nuevamente; como el turista que regresa a un lugar que no sólo le ha gustado sino que lo ha acogido.

Si por el contrario, el programa se torna poco entretenido y atractivo por su formato, el televidente almacena la misma información con el fin de evitarlo en cuanto la identifique en su paseo diario. El televidente entonces ha vuelto irrelevante el proyecto.

Algo delicado en este aspecto es que, ciertos espacios, por años, han sido objeto de análisis por parte de investigadores recopiladores de diagnósticos, sin embargo, de manera preocupante, cada nueva propuesta no acude a la reelaboración y revisión constante de su entorno y en especial de los resultados arrojados por dichas lecturas investigativas, cometiendo con ello el error de creer que si existen aquellos tipos de programas (que continúan al aire) con ciertas tipologías de formato es a razón de la social aceptación de que hacen lo correcto; lo que se debe hacer. ¿Para qué hablar entonces de la bondad de los estudios de percepción si los mismos no son usados como herramientas?

Si los mismos continúan al aire, haciendo que otros multipliquen los errores que rodean el desaprovechamiento del dispositivo televisivo, no es por la masiva audiencia, es por la indiferente y paquidérmica institucionalidad que los produce, la misma que por su ignorancia del potencial semiótico de la televisión, se hace permeable a discursos sofistas de todo tipo que le otorgan aforismos absurdos sobre pertinencias sociales y resultados suspicaces sobre números resonantes, que a la larga, carecen de lógicas cuantificables.

Replicamos pues, en ocasiones sin proponérnoslo, el mismo tipo de programa que el espectador evitará, aparentemente (sólo me permito especular a partir de mis propios intereses como televidente) por la relación de coexistencia sustancial; dicho de otro modo: cierto tipo de programa, poco atractivo, hará que otro con dinámicas similares (mismos encuadres, mismas planimetrías, mismas faltas de distancia focal, mismos modos de dialogarle al espectador) ni siquiera sea tenido en cuenta. Esa coexistencia que traslada imaginarios (formatos para unos, como dije con anterioridad) es un natural devenir de comportamiento cuando hacemos uso de nuestro necesario momento de ocio improductivo. Cuando no atendemos la evaluación consistente de los antecedentes televisivos, la tendencia obvia es a repetir sus errores. El resultado, programas que sólo ven profesores universitarios y alumnos inducidos a verlos.

Lo más delicado del asunto sería que en algunos casos se debe terminar la serie entera en atención del presupuesto que se ha ejecutado para la misma. Es decir, poco importa si se ve o no, pues, supuestamente, el televidente debe ver esa televisión porque es la buena, o como dice la Comisión Nacional de Televisión, CNTV, la pensada, la que debe ser “bien vista” y la que “queremos ver”. Es puesta como una alternativa más, en tanto sus televidentes (los que ya tiene) son alternativos. Es allí donde debemos hablar de la irrelevancia.

Resulta que la CNTV y algunos expertos en televisión defienden ciertos formatos porque consideran que algunos televidentes los ven y que esos algunos televidentes están evidenciando el argumento de que debemos trabajar más por la cultura y la educación. Sin embargo, siendo improcedentes con el discurso, el efecto es que se fomenta la elaboración de más televisión sin estructura formal precisa, negando la otra oferta, sin preguntarse, de paso, por qué el televidente asiste a ella. Simplemente se han puesto en la tarea de privilegiar los discursos que distinguen a un televidente de otro. No asumen la tarea de invitar a tomar el camino (caminando con el televidente) sólo lo indican sin importarle el consumo que de él hagan, pues ya una minoría elitaria[7] lo recorre y eso le basta para mostrarlo como indicador final de su supuesta eficiencia.

La triste realidad es que nuestro contexto cultural es precario y no estamos valorando las circunstancias que alejan al televidente de la educación en las pantallas, pues tal parece que no nos importa. Basta con que unos pocos asistan a las emisiones de ciertas propuestas para que sean validas. Eso es lo que la docente e investigadora de audiencias Alejandra Castaño ha llamado La segregación del público usando el sofisma de la Segmentación de Audiencias. Lo grave de la situación es que el colombiano no conoce la normatividad que obliga al Estado para que la televisión sea dirigida todos en todo su sentido[8].

En realidad, todo lo anterior, y lo que antes he dicho, es bien conocido por todos, sólo que no nos importa porque tenemos más canales. Al colombiano promedio jamás le ha interesado lo que se hace con sus impuestos en la televisión si puede ver Discovery, Sony, Warner, FOX sports o, en el mejor de los casos, HBO.

Caminar con el televidente jamás deberá ser entendido como el intento de formar en él una “conciencia” o “mirada crítica” a partir de los mismos sofismas. Como lo insinué atrás, ha hecho carrera en nuestro país la escuela de inscribirse a lo que no es demostrable por la sencilla razón de ser eternamente discutible desde la sociología y no atender a la lógica matemática que debería regir la adecuada medición de un impacto.

En Colombia tratamos de perpetuar una idea deformada de “lo bueno” porque sabemos que el televidente no es activo. Tratamos de ejercer un sometimiento blando de su razón porque sabemos que es políticamente correcto. Le hacemos una constante invitación a inscribirse en el status quo institucional porque sabemos que se rige por normas.

La irrelevancia de la CNTV y algunos expertos es a todo nivel un despilfarro de recursos[9], pues ha sido absurda la creación de discursos que no le hacen frente a la disminución de los televidentes de canales determinados (subsidiados por los colombianos y producidos institucionalmente bajo el sofisma de “públicos”).

Sin entender que el dispositivo televisivo es por sí solo un invento inacabado y en constante evolución, ya no enseñamos a pensar la televisión sino a hacerla bajo dogmas establecidos que no hacen justicia a las expectativas del televidente. La consecuencia directa de ello es la formación de profesionales con conocimientos sociales en superficie, y cuya única respuesta a la paradoja creativa es la de fundar espacios alternativos intuidos desde sus propias valoraciones estéticas y emocionales, o dicho de otra manera, desde sus propios gustos como televidentes. Debemos entonces empezar a educar los productores (directores, realizadores, creativos, investigadores), pues no es en la simple replica de imaginarios exitosos, pertenecientes a otros entornos, que se elabora una eficaz propuesta televisiva.

Tampoco es en la enseñanza de los televidentes a distinguir televisiones “buenas” de televisiones “malas”, es falto de ética indicarle al televidente, a partir de discursos, ciertas bondades, por demás sospechosas, de productos televisivos que no lo acogen desde códigos de representación universales, para que simplemente repita un discurso inconexo de sus verdaderos hábitos de consumo. Debemos empezar por educarnos todos, productores y espectadores, en una verdadera interacción para hallar no las bondades sino las eficacias de los mensajes televisivos. Tendremos que hablar en nuestra próxima entrega de la educación y, por supuesto, del Edu-Entretenimiento televisivo.

[1] RUIZ Cuartas, Sergio. En revista Comunicación número 15 de la Universidad Pontificia Bolivariana. 1992

[2] En 1999 la audiencia de la Televisión pública, según fuentes del EGM, era del 84,3% cayendo al 29,9% en 2005. Revista Gerente, febrero de 2006. “La Guerra del Rating”

[3] RUIZ Cuartas, Sergio. Op. Cit.

[4] FUENZALIDA, Valerio (2000). La televisión pública en América Latina.

[5] IGARTÚA, Juan José y BADILLO, Ángel. Compiladores. Audiencias y Medios de Comunicación. Ediciones Universidad de Salamanca. España, 2003.

[6] Contenido Básico de la Ley Integral de Televisión, CNTV. Artículo 21, inciso A de la ley 182 de 1995, sobre la clasificación del servicio en función de la orientación general de la programación. Bogotá, 2002.

[7] FUENZALIDA, Valerio. La televisión pública en América Latina. Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile, Chile. 2000. Pag 31

[8] En el Artículo 365 de la Constitución Nacional de Colombia se afirma que: “Los servicios públicos son inherentes a la finalidad social del Estado. Es deber del Estado asegurar su prestación eficiente a todos los habitantes del territorio nacional….”

En el Artículo 1 sobre la naturaleza jurídica, técnica y cultural de la televisión, de la ley 182 de 1995, se afirma que “ La televisión es un servicio público sujeto a la titularidad, reserva, control y regulación del Estado, cuya prestación corresponderá, mediante concesión, a las entidades públicas a que se refiere esta ley, a los particulares y comunidades organizadas, en los términos del artículo 365 de la Constitución Política”.

[9] Basta ver los pasados foros sobre la Televisión Digital Terrestre para entender que aun en los auditorios los discursos se hacen ineficientes: aun sin haber establecido por aquellos días la norma, ya hablaban de las posibilidades de negocio y una mejor televisión…mejor televisión que el Estado no estará ni medianamente en capacidad de producir, pues la implementación del sistema implicará una multiplicación de la información que los canales de interés público, social, educativo y cultural no poseen, sólo los comerciales privados; el problema será de formatos y contenidos y no de implementación tecnológica.