lunes, 25 de junio de 2007

Lo bonito de hacer televisión de interés público (3x+2y=0 no siempre es una Recta)

Desde hace algunos días hemos recogido varios conceptos y opiniones sobre la temática que estamos elaborando. Hay una pregunta reiterada: ¿de qué están hablando ustedes finalmente? Y hay una afirmación constante: ¡ustedes están equivocando el sustento de su hipótesis! Esto se debe tal vez al constante uso de sufijos y prefijos con los que amarramos nuestros contextos, los cuales, reconocemos, terminan en ocasiones por dispersar el sentido.

Así que decidimos responder a estos nutridos y fundamentales contrapunteos con un texto que podría resumir la búsqueda de elcajonteve.

Nuestro punto fundamental, en definitiva, es el espectador de la televisión pública, por qué, pues a él se le está entregando un producto aparentemente acorde a sus necesidades. Nuestro cuestionamiento: Quién o quiénes, cómo y cuándo han preguntado las necesidades del televidente en un marco coherente a sus aprehensiones psico-afectivas del gusto y su búsqueda de un uso personalizado de la televisión (entretenimiento, información, formación)?.

En la última conversación que sostuvimos con respecto a la elaboración de las narrativas audiovisuales independientes (¡democracia at last!), nos vimos en la engorrosa necesidad de aterrizar las dichas. Explicamos cuál es el pecado mortal de la televisión de interés público frente a sus espectadores y cuál es el venial de los colectivos audiovisuales independientes frente a sus intereses. Este último lo expondremos próximamente.

Empecemos entonces por el primero de los pecados en su dinámica simple:

La televisión de interés público funciona de la siguiente manera.

Un grupo reducido de personas (programadores/productores/directores/ ejecutivos/investigadores) tantean que el televidente debe ser informado/educado sobre tal o cual tema. Llaman a otro grupo reducido (aun más) de personas (realizadores/sub-productores) quienes dilucidan un formato de televisión a partir de un contenido dado. Desarrollan algo llamado piloto, una muestra gratis donde se analiza el video en cuestión para aprobar la futura ejecución de un presupuesto y en el cual se desarrolla una temática con un trasfondo visual sustentado en la estética de un formato y su validez como producto masivo de entretenimiento. El piloto posee en ocasiones dos laboratorios de Grupo focal (o Focus Group como les gusta decir a los investigadores del cajón). Uno (el más usado) es el de un grupo de expertos compuesto por programadores/productores/directores, ejecutivos/investigadores y realizadores/sub-productotes, es decir, los anteriormente expuestos como involucrados en la elaboración del producto. El segundo, un grupo conformado por gente muy mal llamada del “común”, “televidentes naturales” o “no experta”, a quienes someten al ejercicio de asimilar el producto. Ambos frentes, ambas vías, están equivocadas en el resultado, pues éste paradójicamente es de una obviedad irrefutable.

En el primer grupo, los expertos, en su mayoría dedicados a trabajo de oficina con escasos o nulos estudios sobre entornos sociales y que se denominan interventores, juzgan bajo sus propias aprehensiones lúdicas y afectivas, estéticas y emocionales, pero sobre todo contractuales, para que el producto responda a lo que el televidente debe/necesita saber de tal o cual forma. Hacen correcciones al realizador (que ya no es otra cosa que un ejecutante de proyectos con plantilla) quien entrega en pocos días el ideal de producto que según los expertos, el televidente necesita de acuerdo con algunos parámetros comunicacionales.

En el segundo caso, el grupo focal de clientes desprevenidos, “no expertos”, son literalmente evaluados con un cuestionario que responden al amparo de un cliché que previamente hemos institucionalizado: “los colombianos necesitamos más televisión educativa y cultural”, en ese caso, cada espectador primario está respondiendo sin parámetros de juicio real, pues el contexto televisivo se convierte en un ejercicio de lecto-escritura donde cada televidente, en últimas, ya no decide si algo es bueno o es malo, si le gusta o no, sino que analiza contextos que lo comprometen incluso en su grado de alfabetización. La razón es muy simple: ¡el grado de dispersión no es analizado!, pues el televidente invitado debe atender de manera obligada a la propuesta que se le hace sin la opción obvia que tendría el cambiar de canal, ir al baño, apagar el televisor, comer algo, contestar el teléfono, ver una película o jugar un video juego.

De los resultados de estos grupos focales se deriva una decisión, aquella que genera una plantilla o “manual de estilo”, de donde se copiará al carbón cada programa, considerado de antemano como de alto impacto social y pertinente para la construcción de ciudadanías culturales y académicas. El proyecto es ejecutado en todo o en parte dependiendo, primero, de las necesidades de autopromoción de una entidad gubernamental o no gubernamental, y segundo, de las necesidades de relleno que las áreas de programación que cada canal tenga. Y luego:

  1. Se puede comenzar a emitir aun sin haberse terminado de producir
  2. Se puede producir en tiempo record para su posterior emisión.

Las dos opciones son por igual equivocadas. La primera pone a los realizadores en carrera contrarreloj a ejecutar los proyectos, lo cual deriva en pérdida sustancial y paulatina de la calidad entrega tras entrega. La segunda es hecha en tiempo record, y cuando se encuentra un error, una discrepancia o un rechazo de televidencias, poco o nada se puede hacer. El presupuesto ha sido ejecutado.

Una vez comienza a ser emitido, los resultados se tabulan de la siguiente manera: Fulanito, amigo de un camarógrafo, y/o zutanito, hermano del jefe de producción, y/o peranito, novio o novia de el director o directora, dicen que les gustó el programa. Entonces se entiende que el programa posee un éxito moderado. Dongo escribe sobre el programa Morondongo en algún periódico local diciendo que “es un programa que vale la pena ver” (Revisen estos artículos, generalmente están redactados por la comunicadora de Morondongo). Entonces se afianza y reafirma el total respaldo a la propuesta. Más tarde, dos o tres, a veces quince, televidentes escriben a un correo electrónico o llaman a una línea gratuita diciendo que les gusta mucho el programa. Entonces el aplausómetro alcanza medidas gratificantes para el good will y el sostenimiento de la marca.

Después viene la tormenta, aparecen las mediciones contratadas de Ibope a través de su People Metter por otras programadoras/productoras o el Estudio General de Medios, donde la realidad es que la propuesta que se ha llamado Morondongo no es vista ni por una treintaidosava (1/32) parte de lo que se pensaba. Es allí donde surge aquel discurso que resulta altamente peligroso:

“Sí claro, nosotros sabemos que ante tal magnitud en la oferta televisiva y la aparición de tantas posibilidades, el televidente tiene la opción de escoger, accede a todas las alternativas por igual, nosotros somos una alternativa más, lo que pasa es que nuestro televidente es un televidente que busca una opción diferente para su educación y su acercamiento a la cultura…”

Es en esta última parte del enunciado donde está aquello que queremos señalar, pues la televisión de interés público, de la cual somos dueños por los miles de millones de pesos que pagamos anualmente en impuestos y aportes, al parecer no es para todos, no es segmentada, es segregada, (introduce un factor de televidente diferenciado considerando a un espectador mejor que otro) y no propicia el acercamiento masivo a sus propuestas por varias razones. La primera, por el estigma que como televidentes poseemos de su oferta, pues por años hemos creído que toda propuesta educativa y cultural es aburrida. El entretenimiento no es necesariamente un mecanismo para cercenar el raciocinio, es simplemente el fundamento lúdico y afectivo que nos lleva a todos a acercarnos al televisor para recibir un masaje/mensaje; (y al parecer los encargados de proponer desde la televisión de interés público le tienen pánico a la palabra entretenimiento y su contexto, o peor, no saben su uso). La segunda, algunas formas se han convertido en fórmulas reiteradas que entendemos como exitosas por su aceptación cinco, diez y hasta veinte años antes, y seguimos creyendo que el televidente no se ha alfabetizado visualmente con otras formas. La tercera, las propuestas de interés público educativas y culturales con un alto nivel de innovación no son masivas porque simplemente a los productores y programadores no les interesa o preocupa, ya que el término masivo se acuñó comodamente y por ley a la cobertura de las señales, con lo cual se lavan las manos al decir que todo el público tiene acceso a él, pero ¿dónde queda el que no lo vean?

La solución no la tenemos aun, para eso proponemos una profunda reflexión de nuestro saturado entorno televisivo, pues sólo entendiendo el lugar de la emisión sabremos que el televidente no es hoy, ni consumidor, ni ciudadano, ni espectador: es televidente.

Y eso, nos lleva a un profundo análisis del medio como dispositivo inacabado y que cada vez más, debe ser revisado.

Coda

I. En Pulp Fiction, película tan aplaudida por aquellos que crean narrativas audiovisuales, hay una escena en la que Jules (Samuel L. Jackson) le explica a Vincent (John Travolta) qué es un piloto.

“bueno, sabes que hay un invento que se llama televisión, pues ahí ponen unos programas…bueno, la manera como ellos deciden hacer una serie de televisión es haciendo un programa, y a ese programa lo llaman piloto. Y ellos muestran ese programa a los televidentes, y dependiendo del gusto de los televidentes ellos deciden si hacen más programas. Algunos son bien aceptados y se convierten en series de televisión, otros no llegan a ninguna parte.”

Esto lo traemos a colación para entender que en otras latitudes quien valida las propuestas no es otro que el real interesado en ellas, es decir el televidente, pues éstos no son pre-pensados como sucede en nuestro tropical terruño.

II. Alrededor de aquellos que denominamos interventores vale la pena anotar dos cosas enunciadas por John Hartley en Los usos de la Televisión.

La primera de ellas es que debemos entender al interventor en su real contexto y diferenciarlo del televidente. Siempre hemos creído que el televidente es consumidor por el simple hecho de consumir televisión, cuando resulta que consumen televisión aquellos que pagan por ello, es decir, los anunciantes que pagan para que sus productos se hagan visibles y los productores que pagan para que la televisión sea hecha en el caso público.

La segunda, en dicho texto el autor describe una experiencia televisiva que poco o nada ha variado alrededor de las problemáticas sociales de la estratificación y sus consecuentes e irremediables consecuencias (ricos más ricos y pobres más pobres).

Housing Problems, un documental de los años treinta describe la experiencia del traslado de hogares de bajos ingresos en Londres a suburbios mejor acondicionados y dispuestos para ello. El documental en sí, como siempre, no solucionó ningún problema, simplemente evidenció una tendencia propagandística de políticas públicas para hacer visibles ciertos planes de gobierno.

“…Housing Problems tenía la intención política de mejorar las condiciones de las familias trabajadoras, pero tuvo el efecto semiótico de no producir soluciones para los problemas, sino de producir víctimas para los expertos.” Según Brian Winston en el libro de 1995 Claiming the real: the documentary Film Revisited “…La victima se convirtió entonces en parte esencial de los documentales realistas.”

Al parecer no es un asunto exclusivo de nuestra sociedad la aproximación (algunas veces morbosa) hacia las problemáticas sociales de las personas de bajos recursos. Estas interventorías están desatendiendo en una doble vía al espectador, pues éste no sólo está siendo poco entretenido con las propuestas tiesas y llenas de “expertos temáticos”, sino que también está siendo tímidamente representado por un medio con fines públicos. Absurdo.